Convergencia.
Nadie lo llamó por su nombre.
No hubo señal oficial, ni alerta, ni protocolo activado.
Ningún mensaje cifrado, ninguna orden del Consejo. Y, sin embargo, todos lo supieron al mismo tiempo. No con la cabeza, con el cuerpo.
Isela fue la primera en sentirlo con claridad.
No como un pensamiento ni como una imagen, sino como una presión interna, un latido que no pertenecía a su corazón pero que se sincronizaba con él.
Estaba sentada frente a la consola secundaria, esa que ya no debía usar, esa que oficialmente estaba “desactivada”—, cuando el pulso apareció.
Uno, lento, profundo.
No dolía. Eso fue lo más inquietante.
No dolía y, aun así, la obligó a llevarse una mano al pecho.
—No… —susurró.
Había aprendido a desconfiar de todo lo que se sentía demasiado claro.
Cerró los ojos, pero el pulso seguía ahí.
No venía de la red, no era un eco de datos ni una resonancia artificial; no respondía a ningún patrón conocido. Era… interno, pero no propio.
Como si algo hubiera encontrado la frecuencia ex