En un cómodo apartamento cerca de Santa Mónica, que Ahmed había alquilado para usar como su cuartel general en Los Ángeles, la frustración era un peso palpable. El lugar era lujoso, con vistas al mar, pero Ahmed no disfrutaba de la belleza; solo sentía el ardor de haber sido ignorado.
Ahmed observaba por la ventana el ir y venir de la gente en la playa, un mundo que no le prestaba atención. Estaba furioso. Se había arriesgado. Se había presentado ante Senay en Nueva York, le había entregado información crucial y le había enviado un ramo de rosas rojas a su estudio de arte. Todo para que ella lo viera como el protector, el hombre con quien de verdad debía estar.
Pero estaba siendo ignorado. Senay no había respondido a las flores ni a su mensaje. La semilla de la duda que él había plantado sobre Horus había germinado, separándolos, pero no la había guiado a él. Senay estaba investigando, por su cuenta, con los hombres de su abuelo, sin acudir a Ahmed.
—No lo entiende —murmuró para sí mi