La luz de la tarde de Los Ángeles se filtraba a través de los vitrales de la pequeña iglesia, tiñendo el aire de un color melocotón y oro. No era la gran catedral de Estambul, sino un santuario íntimo, adornado con sencillez: sólo rosas blancas y lirios, que desprendían una fragancia limpia y esperanzadora. Todo en este segundo matrimonio de Senay y Horus Arslan-Hassan respiraba autenticidad.
Senay entra vestida de novia a la iglesia. Su vestido era la antítesis del traje de alta costura que usó la primera vez: simple, de seda fluida que se movía con gracia, con un corte minimalista y una espalda al aire. No llevaba tiara, solo un velo ligero sostenido por un broche de perlas. Pero lo que la hacía inigualable era la luz en sus ojos, la sonrisa que no era forzada por las cámaras o los deberes, sino nacida de la profunda alegría del alma.
A su lado, su padre. Levent caminaba erguido, su mano temblaba levemente mientras sostenía el brazo de su hija, un temblor no de debilidad, sino de em