Dos meses habían pasado desde los hechos. Dos meses que se sintieron como un largo y profundo aliento después de años de asfixia. Los Ángeles había actuado como un refugio cálido y expansivo, el sol de California quemando lentamente las sombras del trauma que la familia Arslan había sufrido. Estos habían sido dos meses sanadores, un periodo dedicado a la reconstrucción, no de un imperio, sino de las almas que lo habitaban.
Senay y Horus vivían en una burbuja de serenidad recuperada. La casa en la colina era su santuario, un lugar donde cada mañana se despertaban sin miedo, solo con la certeza del cuerpo del otro a su lado. El amor, que había nacido en las circunstancias más oscuras y bajo la coerción de un contrato, ahora florecía libremente. Cada beso, cada caricia, cada mirada profunda era un acto de gratitud y una celebración de la supervivencia. Habían aprendido que la verdadera intimidad no estaba en la pasión desenfrenada, sino en la paz compartida, en el silencio donde no hacía