El rugido uniforme de los motores del jet privado Gulfstream G650 era la única constante audible, pero no lograba llenar el vacío que se había instalado entre los ocupantes. El silencio en el jet privado era ensordecedor. No era un silencio de paz, sino el peso muerto de lo que había quedado atrás: la nieve manchada, el cuerpo inerte de Ahmed, la traición final de un hijo y la herida de un padre. Volaban rumbo a Los Ángeles, a miles de kilómetros del frío de la cabaña, buscando un refugio donde la influencia del abuelo Selim pudiera actuar como una manta insonorizada.
A bordo, la eficiencia del clan Hassan había obrado su milagro médico. Set había sido curado. La bala, extraída con éxito, había dejado una cicatriz en su pecho que sería el recuerdo perpetuo del precio de su cobardía. Estaba bajo sedación controlada, su cuerpo frágil, pero su vida fuera de peligro. Horus también había sido curado de la herida superficial de su mejilla, un rasguño que palidecía en comparación con la heri