Dalia había sido una buena mujer. Me había abierto los brazos de su hogar para cuidarme, pero yo ya me encontraba un poco mejor. Habían pasado los días y mi vientre había sanado, pero aún seguía teniendo a mi hijo adentro, al que me quedaba, el que no habían logrado arrebatarme. Y más que cualquier otra sensación, lo que más llegaba a mí en ese momento era la rabia.

La rabia que me consumía.

Había visto en las noticias el gran matrimonio que se había llevado a cabo. Pude ver al hombre que amaba casado con la otra mujer, y yo me pregunté por qué había hecho eso. ¿Por qué me había enamorado durante tantos años? ¿Por qué había fingido que se casaría conmigo?

Encontré un reportaje grande que hablaba mucho al respecto. Quise leerlo. Tal vez hablaba de mí. Tal vez en alguna entrevista había mencionado el por qué había jugado conmigo de esa forma. Pero Dalia me pidió que no lo viera.

—Tienes que avanzar, Alana. Tienes que dejar todo eso atrás.

Yo le di la razón. Tal vez… tal vez podía dejar todo eso atrás.

Una mañana, Dalia me tomó por la muñeca y me despertó.

—Vamos a mi casa en el bosque. Allá estarás más a salvo.

No entendía a qué se refería, pero dejamos el refugio con el resto de las mujeres y marchamos hacia la pequeña cabaña en el bosque. Era tranquila y solitaria. Dalia me enseñó a clasificar las hierbas. Me dijo que ese sería mi lugar seguro.

Pero entonces, una noche, todo cambió.

Pude percibir que algo cambió en el aire. Cuando desperté, la luna llena dejó entrever a través de la ventana de la habitación un auto de color oscuro que frenó en seco en la entrada.

—¡Dalia! —la llamé.

—Están aquí —dijo la mujer. Me señaló la puerta trasera—. Corre —me dijo— Salva a tu hijo.

Pero entonces, la puerta se abrió con un fuerte estruendo y no pude hacer nada. No pude detenerlos.

Los hombres, de traje y armados, entraron dentro de la cabaña con linternas.

—¿Alana? —preguntaron. Y cuando iluminaron mi rostro, supieron que era yo.

—Nicolás McCarthy quiere verte. Ahora mismo.

Cuando escuché su nombre, sentí náuseas y rabia.

—No —dije—. Ese hombre no tiene nada que hablar conmigo.

—¿Cómo nos encontraron? —les preguntó Dalia—. Esto es un lugar privado y les ordeno que se vayan ahora mismo.

Uno de los hombres levantó su arma y disparó en contra de la mujer que me había salvado la vida. Pude escuchar el sonido de la bala rasgando el aire. Dalia cayó al suelo gritando.

—¡No! —grité.

Traté de correr hacia ella, pero los hombres me atraparon con fuerza y me arrastraron fuera de la cabaña. Me subieron en la camioneta, y esta arrancó a toda velocidad por el bosque.

Mis ojos, llenos de lágrimas, me impedían ver con claridad. Nicolás me había arrancado la vida, ya me había humillado, y ahora no me permitía tener una vida.

—¿Qué es lo que él quiere de mí? —pregunté—. Él mismo me abandonó. Me echó para que me muriera en ese hospital. ¿Qué quiere de mí?

—El joven Nicolás no tiene intenciones de mancharse las manos con una zorra como tú —dijo uno de los hombres.

Cargó también su arma mientras miraba por las ventanas.

—El bastardo que llevas en tu interior no puede nacer. Los McCarthy no pueden darse el lujo de permitir un heredero. Esto no es nada personal. Es una orden directa de nuestros jefes, y tenemos que cumplirla.

Yo sabía lo que aquello significaba. Nicolás me quería muerta porque había estado embarazada. Seguramente averiguó por mí en el hospital, supo que perdí uno de los mellizos, pero el otro aún crece en mi interior. No podía permitirlo.

¿Qué clase de monstruo sería ese hombre?

Entonces, salté hacia el frente. Sin que ninguno de los hombres pudiera evitarlo, tomé el volante y lo giré con fuerza hacia la derecha. El auto perdió el control, golpeó contra un árbol y luego rodó por una pendiente. Apreté con fuerza mi estómago para proteger a mi bebé, pero pude sentir cómo los golpes me lastimaban. Y luego, pude sentir el sangrado entre mis piernas.

—¡No! —grité.

Cuando el auto se detuvo, pude ver el pantalón de mi pijama manchado de sangre. Entonces salí, arrastrándome de la camioneta por entre los vidrios rotos. Me dolía el vientre, pero podía correr. Así que me puse de pie antes de que los hombres me dispararan. Pude sentir las balas que pasaron zumbando por sobre mi cabeza.

Todo el cuerpo me dolía. Corrí por el bosque. La luz de la luna llena apenas lograba amortiguar un poco la oscuridad, pero encontré un enorme establo. Pude ver caballos en el interior, tal vez de alguna hacienda vecina, y entonces me refugié en el interior.

Tenía hambre y sed, pero tenía mucho miedo por mi hijo. Mi pijama estaba manchada de sangre. Me quedé dormida entre el heno, cansada y dolorida.

A eso de las tres de la mañana, cuando abrí los ojos, pude ver a Dalia. Su rostro estaba pálido. Me recibió con lágrimas en los ojos.

—¿Estás viva? —le dije.

—Sí, mi niña. La bala falló. ¿Tú también estás viva? Pensé que no lograría encontrarte. Esos hombres te quieren muerta. Lo escuché. Aún están en el bosque buscándote. Parece que Nicolás te quiere muerta porque sabe que el hijo que llevas en tu vientre podría heredar parte de su poderosa empresa, y no lo va a permitir. Tenemos que encontrar un lugar seguro.

Pero yo me apreté con un poco de brusquedad.

—¡No! No quiero esconderme. Si Nicolás me quiere muerta, entonces que venga él mismo a matarme.

Sentí tanta rabia en mi interior, y tantos deseos de venganza, que apreté con fuerza el heno entre mis manos. Mi bebé estaba bien. El sangrado indicaba que era algo delicado, no podía moverme con mucha brusquedad.

—Tienes que pensar en tu hijo —me dijo la mujer—. Ya después vendrá tu venganza.

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