Fingir mi muerte no era, la verdad, algo fácil. Dalia salió de la cueva una mañana. Dijo que tenía cosas que hacer antes de ejecutar el plan. Yo me quedé ahí, solitaria. Me pregunté cuánto habría tenido que sufrir la mujer para tener que esconderse en esa cueva de su esposo hacía tantos años.El lugar, pequeño y estrecho, húmedo y oscuro, estaba lleno de todo lo necesario: una pequeña estufa, un pequeño lavadero, una cocina mal armada. Esa noche, cuando Dalia llegó nuevamente, se veía un poco pálida. La herida comenzaba a sanar, por suerte no había sido nada grave, pero se veía cansada y agotada.—¿Qué pasará con tu refugio? —le pregunté—. ¿Dónde están las demás mujeres?—Ellas estarán bien —me dijo—. Lo importante ahora eres tú.Traía en sus manos un libro. Me tendió el libro, yo lo tomé, pero antes de que lo abriera me dijo:—Yo conocí a tu madre. Eramos amigas.—¿Amigas? —pregunté, sorprendida—. ¿Crees que cuando te encontré en el hospital te ayudé solo porque sí? Claro que me enca
Leer más