Desperté con un zumbido insoportable en los oídos y una luz blanca que me hería los ojos. Todo era demasiado frío. Demasiado estéril. Un pitido acompasado marcaba el ritmo de mi corazón, pero no sabía si seguía latiendo por inercia o porque aún quedaba algo de vida en mí. Intenté mover los dedos y una punzada me recorrió el vientre. Ahí supe que algo estaba mal.
—Está despierta —escuché una voz femenina, seca, sin una pizca de calidez.
Abrí los ojos con dificultad. Una enfermera me observaba desde la puerta. Tenía una carpeta en la mano y el gesto de quien ya ha visto demasiadas historias como la mía.
—Señorita Valenko, estuvo inconsciente por casi veinticuatro horas. Fue ingresada sin documentos. Solo tenía su bolso... roto. ¿Puede decirnos su nombre completo?
Lo hice. Con voz ronca. Con la garganta hecha arena.
Ella asintió, haciendo anotaciones sin mirarme. Luego, como si hablara del clima, soltó:
—Perdió a uno de los fetos. Mellizos. El otro sigue con vida, pero el embarazo es de riesgo. Su estado es delicado. Debe guardar reposo absoluto.
El mundo se detuvo.
Mellizos.
Perdí uno.
Sentí que el alma se me desprendía del cuerpo. Quise gritar, llorar, romperme, pero ni una sola lágrima salió. Sólo quedó ese eco sordo dentro de mí, como un cuarto vacío donde antes había esperanza.
—¿Alguien... me trajo aquí?
La enfermera dudó un segundo.
—Un chofer. Dijo que la dejaba por órdenes del señor McCarthy. Luego se fue. No dejó contacto.
Nicolás.
¡Por supuesto! No iba a manchar su boda con una mujer sangrando frente a sus invitados. Él siempre supo cómo desaparecer lo que le estorbaba. Incluso si eso era una vida... o dos.
Quise incorporarme, pero el dolor me dobló como una hoja de papel. El suero colgando, los cables pegados a mi pecho, todo me recordaba lo rota que estaba. No solo por dentro.
Horas más tarde, un administrativo vino a mi cama con una carpeta.
—Necesitamos que firme el alta voluntaria en cuanto esté estable. No hay seguro registrado a su nombre y la cuenta ya supera los dos mil dólares.
—No tengo cómo pagar.
—Entonces tendrá que quedarse aquí, en la sala general.
Me trasladaron esa misma noche. Un pasillo gélido, un catre con sábanas duras, una cortina manchada que separaba las camas. Una mujer a mi lado vomitaba sangre. Otra deliraba con fiebre. Yo solo me abrazaba el vientre, temiendo que el único ser que aún tenía pudiera irse también.
Intenté llamar a mi madre. Tres veces. A la cuarta, contestó su marido.
—Alana... no vuelvas a llamar. Tu madre está enferma. Y tú... tú deberías sentir vergüenza.
Me colgó.
Me habían borrado. Como una mancha que se limpia del mantel de la familia. Como un error que nadie quiso asumir.
Me dieron el alta tres días después. Una voluntaria del hospital, Dalia, me dejó ropa usada: una camiseta gris, pantalones que me quedaban grandes y un abrigo que olía a alcanfor. Con eso y una bolsa de plástico con mis cosas manchadas de sangre, salí.
No tenía casa. No tenía trabajo. No tenía nada.
Llovía. Caminé sin rumbo por calles que no conocía. Nadie me miraba. Nadie me reconocía como la secretaria que durante cinco años viajó en aviones privados, que comió en restaurantes de estrellas Michelin, que creyó en un amor disfrazado de poder.
En una plaza, me senté bajo un techito oxidado. Un grupo de adolescentes me apuntó con el teléfono.
—¡Es ella! La amante del jefe McCarthy. ¡La loca que armó el escándalo en la boda!
—¡Mírame, perra! ¡Está llorando!
Al parecer la noticia había salido en las redes, ahora todos conocían mi rostro y mi humillación mal contada, una mentira.
Me lanzaron restos de papas fritas y una lata vacía que rebotó en mi brazo. No dije nada. No podía defenderme. No tenía fuerzas ni para odiarlos.
Esa noche dormí en un banco. El viento me caló los huesos. Soñé que mi bebé lloraba. Me desperté con la cara empapada, pero no llovía.
Lloraba yo.
A la mañana siguiente, Dalia apareció. No supe cómo me encontró, pero me dio la mano y dijo:
—Tengo un lugar. No es bonito, pero está limpio. No tienes que hablar si no quieres. Solo estar viva.
La seguí. No porque confiara. Sino porque no podía seguir cayendo.
El hogar era una casa vieja. Mujeres silenciosas. Miradas rotas. Cada una con una historia clavada en el alma. Me dieron una cama, un plato de sopa, una manta.
No comí. Solo escribí en el borde de una servilleta:
“Uno murió. Uno vive. Yo también.”
No sabía si eso era consuelo o sentencia. Pero era lo único que tenía.
Un día, en terapia grupal, escuché a una mujer contar cómo su esposo le quemó el rostro. Otra relató cómo su padre la vendió a los doce.
Yo hablé. No recuerdo qué dije. Solo que al final, lloré con todo el cuerpo. Lloré lo que no había podido cuando me arrancaron el corazón.
Esa noche, Dalia dejó un cuaderno en mi cama.
—Escribe, Alana. No para olvidar. Para entender.
Lo abrí. Y escribí mi nombre. No el de secretaria. No el de amante. No el de escándalo.
Alana Valenko.
Mujer. Madre. Sobreviviente.
Y muy pronto, algo más.
Al final de la hoja , escribí con tanta rabia que rompí el papel:
— Venganza.