La tarde cayó sobre la mansión como una sombra espesa.
El cielo seguía cubierto, y las nubes parecían colgar tan bajas que casi rozaban las torres de piedra. Adentro, el silencio se mezclaba con el rumor distante de la lluvia golpeando los ventanales. Era un silencio inquietante, de esos que no traen paz sino advertencia.
Sabrina permanecía sentada junto a la ventana, con una taza de té enfriándose entre sus manos. Miraba sin ver. Desde el jardín, los rosales se mecían con el viento, y por un momento se preguntó si alguna vez volvería a caminar fuera de esos muros sin sentir miedo.
El reflejo de su rostro en el cristal le devolvió una imagen distinta: ojeras, palidez, y una determinación que apenas sostenía.
Cuando escuchó los pasos detrás, no tuvo que girar. El sonido era inconfundible: firme, medido, sin prisa.
Enzo.
—Te estaba buscando.
Su voz la atravesó como una corriente fría. Ella parpadeó despacio antes de responder.
—No parece que te cueste encontrarme —dijo, sin mirarlo.
Él