El día tan esperado y no tanto llegó. El auto avanzaba despacio por la avenida húmeda.
Sabrina permanecía en silencio, sentada en la parte de atrás, con la mirada fija en el vidrio empañado. Cada gota que se deslizaba era un recordatorio de la distancia que había entre ella y su libertad.
Vittorio conducía con calma, sus manos firmes sobre el volante, los ojos vigilantes en la carretera. Franco estaba en el asiento del copiloto, como una sombra impenetrable. Su expresión era rígida, seria, y el silencio que traía consigo era casi tangible.
—Todo está en orden —dijo Vittorio, rompiendo el silencio—. Solo recogeremos lo necesario. Nada más.
Sabrina asintió sin mirarlo, tragando saliva. Cada palabra tenía el peso de una advertencia. Franco no había dicho nada, pero su postura, el ceño fruncido, el modo en que sus ojos recorrían cada movimiento de Sabrina, era suficiente para recordarle que cualquier intento de escape sería imposible.
El auto se detuvo frente al edificio.
El apartamento d