El amanecer siguiente trajo una calma engañosa.
El cielo estaba cubierto de nubes densas, y la mansión Bianchi parecía flotar en un silencio demasiado medido, demasiado quieto. Ni un pájaro, ni un auto, ni un rumor más allá del susurro del viento que empujaba las hojas húmedas del jardín.
Sabrina se vistió despacio, con la ropa que le había dejado Enzo sobre el sillón. El pulso le temblaba mientras se abotonaba la blusa. No sabía por qué obedecía sus órdenes, pero lo hacía. Tal vez por miedo. Tal vez por ese instinto que aparece cuando uno entiende que cualquier paso en falso puede costarle la vida.
Enzo había desaparecido temprano.
La puerta del dormitorio estaba abierta, por primera vez. Un detalle que parecía insignificante, pero que a ella le pareció una trampa.
Cruzó el umbral despacio, con el corazón apretado en el pecho. El pasillo olía a madera encerada y café recién hecho. Todo estaba impecable, milimétrico, como si la casa respirara bajo el control de un solo hombre.
Bajó la