Habían pasado cinco días desde el ataque en la cabaña y el despertar de Sabrina en la nueva casa de seguridad. La casa rústica, a pesar de su camuflaje exterior, era en realidad una mansión discreta y lujosa, provista de tecnología de punta y comodidades dignas de un Capo. Vittorio y Ángela se habían instalado en una tensa rutina, cuidando a Sabrina bajo la pesada sombra de la mentira de Enzo.
Sabrina, físicamente recuperada del shock y con la vida de su bebé asegurada, era ahora un volcán de emociones contenidas. La sedación había desaparecido, dejando una lucidez cortante y una rabia fría.
Mentras la luz del atardecer teñía las paredes de piedra de un cálido color ámbar, Sabrina decidió que necesitaba moverse. Se puso de pie, su vientre avanzado era la única parte de ella que parecía en paz, y caminó por el pasillo central, flanqueada por Vittorio y Ángela.
El lugar era espectacular. Muebles antiguos, tapices persas, y una cocina de chef completamente equipada.
—Explíquenme algo, Vi