El último trimestre de embarazo se cernía sobre Sabrina como una nube pesada y dulce. El pequeño pueblo de El Refugio ofrecía una paz que ella había aprendido a valorar, un contraste bienvenido a la vorágine de la mafia. Su vientre estaba inmenso, la piel estirada y tirante, y el bebé se movía con una vitalidad que era su ancla. Ya no era Sabrina; era Liliana Valdés, la maestra embarazada, y su vida se había reducido a la espera paciente de un parto seguro.
Sin embargo, su instinto, afilado por meses de convivencia con el peligro, nunca dormía. Había notado pequeñas grietas en la pared de su paz.
El carpintero del pueblo, Ramón, había comenzado a visitarla con demasiada frecuencia, supuestamente para revisar la estructura de la casa y ayudarla con la cuna de su hijo. Era excesivamente servicial, y sus preguntas sobre su "difícil pasado" eran demasiado insistentes para ser mera chismografía pueblerina. El olor a leña y sudor que lo rodeaba se había vuelto, para el olfato supersensible