El doctor, un hombre mayor y de confianza ciega, llegó a la cabaña con la rapidez y la discreción que solo el terror bien pagado podía garantizar. La pelinegra, cuyo nombre era Ángela, lo condujo de inmediato a la habitación, mientras Enzo se quedó un momento más observando a Sabrina.
El vientre. Ese era su centro de gravedad. Lo acarició por última vez, una promesa silenciosa de que esta vez no se iría tan lejos.
—Los amo mi reina. Sé que ya me reconociste y me odiarás más por ocultarte que estoy vivo. Pero necesito tenerte a salvo. —susurró dejando un corto beso en sus labios.
Se levantó dedicándole una última mirada antes de girarse hasta donde estaba su ahora mano derecha.
—Cuídala, Ángela —dijo Enzo, su voz baja y cargada de órdenes.
La pelinegra era su mano derecha, su sombra, la única que conocía la verdad de su supervivencia.
—Está hecho. Usted ocúpese del ruido que acaba de hacer. Los cuerpos tienen la mala costumbre de hablar. Y el Doctor no necesita verlo a usted, solo a