El sol de la tarde se cernía sobre El Refugio, un disco abrasador que parecía prometer un alivio que nunca llegaba. El aire, denso y cargado de polvo fino, se aferraba a la piel de Sabrina. La rabia que había liberado con Franco y Vittorio se había disipado, dejando un vacío helado. El agotamiento físico era palpable, pero la determinación, esa armadura fría forjada por la desesperación, la mantenía en pie.
Regresar de la escuela no ofrecía el santuario que anhelaba. La casa, simple y de adobe, se sentía más como una jaula que como un refugio. La rutina, su única ancla, se rompió en el momento en que llegó y encontró a Ramón, el carpintero, esperándola en el porche.
—¡Señora Liliana! Justo a tiempo. Vine para terminar unos detalles de la cuna.
Ramón era un hombre de manos gruesas y voz profunda, con la camisa de trabajo manchada de aserrín. Su presencia era demasiado grande, demasiado entusiasta, para el silencio opresivo que Sabrina intentaba cultivar. Llevaba en el cinturón una bols