El reloj de pie del vestíbulo dio las siete de la mañana, un sonido hueco que resonó en el silencio mortal de la mansión. Enzo se había ido hacía exactamente catorce horas. Catorce horas de una libertad opresiva.
Sabrina no había dormido. Se había vestido con unos pantalones de lana oscura y un suéter de cachemira, eligiendo deliberadamente ropa que no fuera sugerente, que la cubriera y la hiciera sentir menos vulnerable. Había borrado con agua micelar la marca roja de su cuello, pero la sensación de la mordida de Enzo persistía bajo su piel.
La mansión, sin el rugido contenido de su dueño, era una tumba de mármol. El aroma a cedro y colonia, su firma olfativa, seguía suspendido en el aire de su habitación, pero ella lo había encapsulado mentalmente, usándolo como una gasolina para su rabia.
Su mente, liberada del torbellino de la pasión, se había puesto a trabajar con una claridad aterradora. El tiempo era su único enemigo. Cuatro días. Tenía que irse. La confrontación en la puerta d