Tres días. Tres días de tensa y estéril calma. Sabrina había seguido las órdenes de Vittorio de comer por “el bien de ambos”, pero cada bocado era una pastilla amarga que tragaba en el silencio sofocante de la mansión. Franco y Vittorio se mantenían como centinelas de mármol, inamovibles, distantes. El enfrentamiento con Franco, sin embargo, había dejado una astilla helada en su mente: “No te he matado, por la criatura que llevas dentro”. Era la única brizna de piedad en un paisaje desolador.
La noche del tercer día cayó como una tela de terciopelo pesado y oscuro sobre el vestíbulo de piedra. Sabrina se había acostado temprano. Su cuerpo estaba exhausto por la falta de sueño acumulada, y su mente, fatigada de idear planes de escape que se desmoronaban antes de empezar. La habitación de Enzo, la que se había convertido en su celda de lujo, estaba sumida en una oscuridad casi total, solo rota por la luna invernal que proyectaba franjas de plata a través de los visillos de seda.
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