El café sabía amargo. Isabela lo bebió igual, de pie frente al lavaplato, una mano en la taza y la otra en el celular. La pantalla iluminaba su cara aún somnolienta mientras el puntito rojo del calendario titilaba como una alarma silenciosa.
Ciclo: 32 días.
Cerró la app con más fuerza de la necesaria. “Estrés”, se dijo en voz alta, como si nombrarlo lo hiciera real. “Estrés, falta de sueño, café quemado, un jefe que respira control”. Todo menos lo obvio. Todavía no. No iba a darle ese poder a un retraso cualquiera.
El mensaje de Sofía entró como un empujón suave:
Sofi: ¿Vives? ¿Ya le mordiste la yugular al CEO o te domesticó?
Isa: Vivo. Y nadie me domestica. Te cuento después.
Sofi: Okey, loba. Cuídate. Y come. (Sí, soy tu mamá ahora).
Isabela soltó una sonrisa torcida y dejó el celular junto a la taza. Se vistió con movimientos mecánicos: pantalón negro, blusa verde botella más holgada que ayer, por si acaso. Sujetador cómodo, nada de encajes que se clavaran en la piel cuando lo último que necesitaba era recordar sus pezones sobre vidrio frío y una boca en su clavícula. El pensamiento la atravesó sin pedir permiso.
“No.” Se recogió el cabello con firmeza. “Trabajo.”
Salió con la mochila en el hombro y la camisa blanca en el fondo, doblada con una rabia precisa. Aún no la iba a devolver. Aún no.
A las 6:40 ya estaba en el piso cuarenta. Entró al área de trbajo silencioso donde los asistentes aún no habían llegado. Encendió su pantalla, abrió el correo, movió tres reuniones de Noah sin preguntarle porque sabía que era absurdo ponerle dos encuentros a la misma hora. Envió un recordatorio al estudio legal sobre la cláusula de Santa Marta. Programó un café con un proveedor clave a las 9:45, con intervalo de quince minutos para que Noah respirara.
Cuando él llegó —06:58, puntual como un cronómetro de lujo— la encontró tecleando, auriculares puestos, incomodamente calmada.
—Buenos días —dijo él, cruzando la puerta con ese aire de “este edificio me pertenece hasta el último tornillo”.
—Ya mandé el borrador para la reunión de las diez —contestó sin mirarlo, señalando la carpeta azul a su izquierda.
El “bien” vino como un golpe leve, casi una caricia con guante de cuero. Ella lo tomó y lo guardó, no como aplauso, sino como evidencia. Él se acercó por detrás para alcanzar un documento alto en el archivador. El brazo pasó sobre su hombro, rozándola. El olor familiar a madera y whisky de la noche anterior se mezcló con el jabón caro de la mañana. El roce fue mínimo, pero el cuerpo reaccionó como si le hubieran pasado corriente. Isa tragó saliva, mantuvo los dedos firmes sobre el teclado. Los reflejos en el cristal de la ventana delataban la proximidad.
—Tu agenda de hoy está en el correo —añadió ella, alejándose un centímetro, solo por supervivencia.
—Lo vi. Eliminaste la llamda con el fondo suizo —respondió él, sin apartarse aún.
—Lo pospuse. Querían repetir lo mismo de ayer. Vas a perder media hora escuchando a un abogado decir “sinergia” —giró la silla, obligándolo a retirar el brazo o quedarse encima—. Y no me pagas para ver cómo gastas tu tiempo.
Él dio un paso atrás. En otro contexto habría sido un gesto mínimo; en el suyo, era un reconocimiento. Seguía actuando como si lo del escritorio hubiera sido un lapsus colectivo, un error de sistema que se resetea con “enter”. Ella hacía lo mismo, pero las manos le sudaban apenas, y eso no lo podía borrar ni con siete planes de agenda.
A las 9:07, un periodista marcó a la línea directa.
—¿Del Valle Inversiones? Quisiera confirmar un rumor sobre un incidente en el ascensor…
Isabela lo cortó con educación letal.
—Listas de espera para entrevistas están llenas. Envíe su solicitud por mail. —Y bloqueó el número. Luego, abriendo otra pestaña, agregó una regla automática: “Ascensor” = spam.
Noah la miró por encima de la pantalla.
—¿Quién era? —preguntó, monotono.
—Basura que se recicla sola —contestó ella.
—No alimentes chismes —repitió él, en automático.
—No los alimento. Los composteé —le lanzó de vuelta, sin dejarlo ajustar el guión de su moral.
A las 10:32, saltó un correo del estudio legal: “Error en cláusula de Santa Marta. Plazo extendido por proveedor no contemplado”. Isabela ya estaba subrayando el error en el P*F cuando Noah se acercó.
—¿Desde cuándo revisas cláusulas legales? —preguntó, apoyando la mano en el respaldo de su silla.
—Desde que me doy cuenta de que si ustedes firman algo mal, quien debe correr despues, soy yo —dijo, a secas—. Además, mi beca me enseñó que leer la letra chica es sobrevivir.
Noah arrugó apenas la comisura de los labios. No fue sonrisa. Fue respeto escondido donde nadie pudiera acusarlo de blando.
El día se comprimió en llamadas, firmas, correcciones. Isa se movía como una bailarina en un escenario minado; precisión, ritmo, y cabeza fría. Noah era el director que no aplaudía, pero seguía cada paso, y cuando ella saltaba un obstáculo, él decía “bien” sin que eso sonara a premio. No necesitaba que sonara a premio. Necesitaba que sonara a que veía.
A las 19:05, la oficina estaba vacía. Los creativos se habían ido. Los contadores apagaron sus monitores con un suspiro. El silencio se volvió un tercero en la sala.
Isabela estaba generando imagenes para una presentación del día siguiente. Tenía el pulgar negro de tinta. Bostezo. Noah apareció a su lado con dos tazas de café.
—Sin leche —dijo, dejándola a su derecha.
—Al fin aprendes —levantó la taza—. Gracias.
—No me conviene que colapses —respondió, porque ese era su idioma para el cuidado.
Isa sonrió sin dientes, bebió. El café estaba bueno. Sorprendentemente bueno. Seguían trabajando, dos islas en el mar de vidrio. Ella recortó un titular, lo pegó. El marcador se le resbaló, dejándole una raya azul en la mejilla. Noah la miró un segundo demasiado largo.
—Tienes… —levantó la mano, pausó, evaluó. Terminó acercándose igual, con los dedos extendidos— aquí.
El pulgar le rozó la piel. Frío primero, luego cálido por el contacto. Isa se quedó quieta. La tinta se borró en un segundo. Pero él no quitó el dedo de inmediato. La yema permaneció, pesada, apenas apretando. Los ojos de Noah se movieron de la mancha a su boca y de vuelta. Isa sintió que el aire le quemaba los pulmones.
—Ya —dijo ella, bajito, cortando el hilo antes de colgarse.
Noah se retiró despacio, como quien suelta algo frágil. Volvió a su laptop. Isabela dejó el marcador, se limpió las manos, intentando borrar el cosquilleo que le había dejado la caricia absurda.
Terminó el collage. Lo fotografió. Lo adjuntó. Envió el mail. Se estiró en la silla, sintiendo cada vértebra agradecerle.
—Listo —anunció—. Cierre.
Noah miró el reloj.
—Mañana a las siete.
—Mañana a las seis cincuenta y cinco —devolvió ella.
—No compitas con el reloj —replicó él, como si la conociera de hace años.
—Compito con todo lo que me subestime —sonrió, agarrando su mochila.
No dijo nada más. Ella tampoco. Guardó su libreta, el lápiz, y su dignidad bien pulida. Caminó al ascensor. El reflejo le devolvió una mujer con la espalda recta y la mandíbula apretada. En el bolsillo lateral de la mochila sintió la tela de la camisa. Dudó. La dejó ahí.
La calle olía a fritura nocturna y a buses calientes. Caminó hasta su departamento con el zumbido de la ciudad metido entre las costillas. Abrió la puerta, dejó la mochila en el sofá y se desplomó sobre la cama sin quitarse los zapatos. Cerró los ojos un segundo. Mal movimiento.
La imagen la golpeó sin avisarle: vidrio frío bajo sus muslos, la silla desplazándose, las manos de Noah sujetándole la cadera, su boca mordiendo su hombro, su voz ronca preguntando ¿estás bien? como si le importara algo más que el ritmo. El calor le subió entre las piernas como una traición. Se llevó la mano debajo del pantalón casi por reflejo, buscando apagar con presión y ritmo lo que la memoria encendía.
Su respiración cambió. Recordó el sonido de sus gemidos contenidos para que nadie los oyera fuera de la oficina. El vidrio empañado por su aliento. El tono extraño con el que él había dicho su nombre —o lo que creyó escuchar— en el final. Sus dedos se movieron más rápido, empujando la tela húmeda. Cerró los ojos. Dejó que la ola llegara. Se dejó caer en ella con un susurro ahogado. Calor. Descarga. Silencio.
Quedó jadeando, con la cabeza hundida en la almohada. “Estupido jefe”, se burló de sí misma en silencio, porque aún en su cabeza había lugar para esas ironías. Abrió los ojos. Miró el techo. El vacío que vino después del placer fue peor: un hueco que decía no lo necesito y otro que decía pero lo quiero. Se giró boca abajo y gruñó contra la sábana.
Se sentó. Respiró. Buscó el celular. Lo desbloqueó con el pulgar que todavía temblaba un poco.
App del calendario. Punto rojo. Ciclo 32 días. Día 37.
Cinco días.
El nudo en el estómago, que hasta ahora había sido un puñado de nervios, se apretó con un nuevo peso. Se levantó rápido, abrió el cajón del baño. Las toallas higiénicas estaban en su paquete completo, intocadas. Volvió al celular. Recalculó. “No era exacto el mes pasado, fueron 31. Este podría ser 33. O 35.” Se rió en voz alta, un sonido hueco.
—Es el estrés —escupió al espejo. Su reflejo la miró con la misma cara que le ponía a Noah cuando él decía idioteces.
Apoyó las manos en el lavamanos. Hizo el conteo otra vez. Cuatro. Cuatro. Cuatro. El pulso bajó un poco. El pensamiento no. Habían usado condón, no tenía sentido.
No tenía tests a mano, y no lo iba a comprar a las diez de la noche. No iba a ser dramatica a esa hora. Se lavo la cara con agua fría. Se secó con una toalla vieja. Volvió a la cama y se metió dentro de las sabanas como si fuera un capullo que la protegiera de sí misma.
El celular vibró. Un mail de Noah: “Adjunto presentación final. Revisa ortografía.” Dos palabras más: “Gracias, Méndez.”
Lo leyó tres veces. Las manos le temblaron otra vez, pero ahora por otro motivo.
Apagó el celular. Se giró de lado. Abrazó la almohada. Cerro los ojos. El corte de luz del ascensor volvió a su cabeza como un recuerdo práctico: oscuridad total, respiraciones compartidas.
“¿Y si no es estrés?”
La pregunta quedó suspendida en el cuarto, encima de su cama, encima de su pecho. No había respuesta. Solo un latido que, por primera vez, le sonó a más de un solo corazón.