La doctora ajustó el transductor una última vez, presionando con cuidado sobre el gel que se había enfriado contra la piel de Isa. La pantalla parpadeó, las formas grises se reorganizaron, y entonces apareció: un punto que latía, débil pero rítmico, como un faro pequeño en medio del océano
—El bebé está bien —dijo la doctora con voz neutra, profesional—. Necesitas reposo, tres días Isabella. Hidrátate bien, come como corresponde, y regresa en una semana. Vamos a tomar análisis de sangre, no me extrañaría una anemia. Si el sangrado aumenta o el dolor se intensifica, debe regresar inmediatamente.
Isa apenas logró susurrar:
—Gracias.
Cuando la doctora salió de la habitación, dejando solo el sonido del monitor y el zumbido de las luces fluorescentes, Isa se quebró. No era dolor físico lo que la hacía llorar: era miedo puro, el terror de haber estado tan cerca de perder algo que no sabía cuánto quería hasta que estuvo a punto de desaparecer. Sofía la abrazó sin decir nada, dejando que las