La sala de Matías no se parecía a ninguna oficina que Noah hubiera pisado en su vida. No había escritorio imponente, ni sillones de cuero, ni ventanas con vista a la ciudad. Solo dos butacas sencillas frente a una ventana que daba a un pequeño jardín donde los árboles se movían suavemente con la brisa de la tarde. Matías llevaba una camisa de algodón sin corbata, pantalones de tela común. Nada que impresionara, nada que intimidara.
Noah entró con el saco en la mano, como si no hubiera decidido completamente quedarse.
—¿Dormiste algo después del hospital? —preguntó Matías, señalando la butaca de siempre.
—Un par de horas. No fue gran cosa.
—Para ti, fue algo. Si no, no estarías aquí.
Noah se sentó sin apoyar la espalda, como listo para salir en cualquier momento. Matías lo notó pero no hizo comentarios. Después de tres años de sesiones, conocía esos gestos.
—Vine porque... no quiero volver a hacer lo mismo.
—¿Huir?
—Eso.
El silencio se extendió entre ellos, no incómodo sino necesario.