La lluvia rebotaba contra los ventanales como si quisiera atravesarlos a cabezazos. A esa hora, el piso cuarenta era un esqueleto de vidrio: monitores apagados, tazas frías, sillas empujadas a medias. El zumbido del neón llenaba los huecos entre palabra y palabra.
—Falta anexar el cuadro comparativo de plazos —dijo Noah, sin levantar la mirada del dossier.
—Ya está en tu correo —respondió Isa—. Y en papel, porque confío más en eso que en tu servidor.
Pasó la página. El índice golpeó dos veces el borde. Tic de cansancio. Por fuera, seguía siendo piedra. Isa, que ya le había contado los latidos temblorosos en la oscuridad, le veía la grieta: la vena del cuello marcada, ese respirar contenido que roza la ansiedad, el gesto de apretar los dientes para fingir que no duele.
El archivo que faltaba estaba arriba del estante. Isa abrió la escalera metálica, subió dos peldaños, estiró el brazo. El cuerpo se inclinó apenas.
Unas manos le sujetaron la cintura. Firmes. Cálidas.
—Cuidado —la voz de Noah le rozó la espalda.
—Puedo bajar sola —dijo, apretando el cartón.
—Y yo puedo dejarte caer —replicó, sin soltar.
Bajó con el archivador apretado al pecho. Él la soltó con precisión quirúrgica. Isa dejó el dossier sobre la mesa con un golpe breve.
—Gracias —escupió.
—No te estaba salvando —dijo él—. Evito accidentes laborales.
Una chispa, y comenzó el incendio.
—Eres eficiente. Eso es todo lo que necesito —añadió, frío, como acostumbraba.
La frase se le clavó como una astilla.
—¿Un Excel con piernas? —giró Isa, despacio—. ¿Eso soy?
—Eres eficiente, como dije. Aquí, eso vale.
—Qué tierno. ¿También mides tu miembro en celdas? —disparó. La palabra quedó caliente entre ambos.
Noah bajó la mirada a su boca. En el labio inferior de Isa brillaba una gota; la lengua la atrapó, lenta. Él siguió el gesto con la tensión brotando.
—No soy tu archivo, Del Valle —dijo ella, dando un paso—. No soy un “excel”. No soy tu válvula de escape cuando no soportas tu cabeza.
Él avanzó también. La lluvia afuera rugió, o se quedaron demasiado callados.
—No pongas palabras en mi boca —murmuró, tan cerca que su aliento le calentó la piel.
—Pon las tuyas —lo retó—. Pero hazte cargo. No vuelvas a huir.
El golpe dio en el centro. Noah parpadeó. Tragó orgullo.
—Di que pare —susurró, igual de roto que la primera vez.
—No pares —contestó Isa—. Y escucha: no vuelvas a huir.
El primer beso los estampó contra la biblioteca. Los lomos vibraron; un tomo grueso cayó al suelo. Las manos de Noah le subieron a la cintura; Isa le abrió la camisa y los botones saltaron como monedas. El cuerpo de él ardía. El de ella también.
Isa jadeó:
—Condón.
Noah tanteó el cajón. Vacío. Probó otro. Vacío. Miradas. Respiraciones. La urgencia chocó contra el borde de la realidad.
—No tengo —dijo él, áspero.
Isa apretó la mandíbula. No iba a jugar a la ruleta con su vida.
—En mi departamento —soltó, y se oyó a sí misma decirlo con una seguridad que la encendió más—. Ahí tengo.
Silencio de medio latido. Noah asintió, breve, como quien acepta una orden que también desea. Apagó la lámpara con un gesto. Isa cerró su laptop. Guardó el dossier, y comenzó a andar.
El ascensor del edificio bajó sin música. Los espejos devolvieron dos figuras sin aire. Las manos no se tocaban, pero la electricidad llenaba el espacio entre nudillos. En el lobby, la lluvia golpeaba las veredas con rabia nueva. Noah le abrió la puerta del auto. Isa subió, mojó el asiento con su abrigo, le importó muy poco. Las luces de la ciudad corrían como agua. El limpiaparabrisas marcaba un compás nervioso.
—Dirección —dijo él.
Isa la dictó, mirando al frente. Los semáforos eran ojos parpadeando encima de ellos. En algún punto, el silencio dejó de incomodarla y se volvió respiración compartida. Noah apretaba el volante con los dedos blancos. En cada semáforo, ella sentía que él la miraba de reojo y volvía a la calle como si fuera una negociación perdida de antemano.
Llegaron al edificio viejo, de corredor estrecho. Isa lo hizo entrar sin encender todas las luces. El departamento era pequeño, bien ordenado, lleno de plantas en el balcón y maquetas a medio armar sobre la mesa. Un mundo propio que no necesitaba permisos.
—Aquí —dijo, cerrando la puerta con el talón.
Noah recorrió el espacio con una mirada breve, contenida. Se despojó del saco, lo dejó en la silla. El sonido de la lluvia en la ventana llenó el hueco entre latidos.
Isa cruzó a su habitación, abrió el cajón de la mesita de noche donde había paquetes plateados, ordenados. Tomó uno. Lo sostuvo un segundo en la mano y se dio cuenta de lo obvio: había planificado para cualquier cosa excepto para esto. Para él. Para un hombre que huía.
Volvió la vista, y lo observó. Noah estaba de pie junto al borde de la cama, las manos en los bolsillos, la camisa abierta mostrando piel y un temblor casi invisible en la línea del esternón. Isa se detuvo frente a él, le puso el paquete en la palma.
—Alguien tenía que pensar —dijo.
Él la miró. La expresión fue rara: una mezcla de gratitud áspera y hambre. Rasgó el envoltorio con los dientes. Sus dedos —otra vez— temblaron lo suficiente para delatarlo. Isa le cubrió las manos con las suyas un segundo, firme, como en el ascensor, para estabilizar el gesto. Noah inhaló. La urgencia se volvió precisión.
El beso de la oficina regresó, más denso, más hondo. Él la empujó hacia la pared, la levantó por los muslos, y ella se ancló a su cintura. El yeso frío en la espalda, el calor de él en el frente, el olor a jabón barato mezclándose con su colonia cara. La llevó hasta la cama sin romper el contacto. Isa cayó de espaldas y Noah la siguió con movimientos precisos, y el colchón cedió con un gemido bajo.
—¿Así? —murmuró él, rozándola apenas, cruel, mirando su cara.
—Eres un novato Del Valle. Usa tus manos, haz que no me arrepienta de esto mañana —ordenó.
Noah rio contra su piel, y obedeció. Sus manos se concentraron en quitar la blusa, en masajear sus senos, en recorrer cada centímetro de piel. Noah besó cuánto pudo, hasta llegar a sus pantaletas negras.
—¿Esto querías, ? —preguntó, saboreando las palabras.
Isabela arqueó su espalda y levantó sus caderas, otorgandole el permiso para hacer con ella lo que quisiera.
—No lo sé, Del Valle... demuestrame lo que sabes.
Noah bajó el encaje de su ropa interior, deslizo su lengua por su hendidura y saboreó a Isabela como nunca antes alguien había hecho. Isa soltó el aire en un jadeo y lo recibió sin miedo. Sintió sus dedos, su lengua, y se entregó al placer que su jefe le entregaba.
Esta vez hubo tiempo para mirar, para sentir cómo el control de él se rompía a tiras y el de ella se convertía en ritmo. Isa levantó la cadera una vez más, marcó la velocidad en busca de más fricción, hizo de la rabia una coreografía hasta que Noah no soportó más, y deslizó el condón en su dureza para entrar en ella. Con la desesperación ardiendo, Noah se entregó con empujes cortos, precisos, que le arrancaron un “así” que le ardió la garganta.
—Mírame —pidió Isa. Él lo hizo, con placer y pánico cruzándose por sus ojos.
Las sábanas se pegaron a las piernas de Isa. La lluvia golpeó la ventana con más fuerza. El mundo se redujo a la cama, a los sonidos contenidos, a la respiración que se robaban. Isa le clavó los dedos en los hombros; él le rodeó la nuca con la palma como si temiera que se quebrara.
El orgasmo le subió como un incendio, envolviéndole la columna. Noah la siguió, tensándose, hundiendo la cara en su cuello, conteniendo el sonido como si el edificio entero pudiera escucharles. Por un segundo, el tiempo fue un puente estrecho donde los dos respiraban el mismo aire, con el mismo temblor.
Y se rompió.
Noah se apartó. Siempre era él quien se apartaba primero. Salió de ella con una brusquedad que le dejó el cuerpo frío. Se sentó en el borde de la cama. Se quitó el preservativo, lo ató, lo tiró al basurero. Isa se acomodó la sábana sobre las caderas. El ambiente olía a sexo y lluvia.
—No vamos a repetir esto —dijo Noah, sin mirarla. La frase rebotó en la pared como una bala aburrida.
Isa rió, áspera.
—Acabas de hacerlo.
Él se puso de pie. Se abotonó la camisa con manos rápidas. Ni una mirada. Ni su nombre. Solo una pared de control reconstruida en tiempo récord.
—Fue un error —dijo, con voz pausada—. Punto.
—Vaya que te gusta cometer errores, Del Valle —le devolvió, helada—. No soy tu vía de escape. Recuerdalo, porque al menos yo, no olvidaré que volviste a huir como un cobarde.
Noah recogió el saco de la silla. Caminó hacia la puerta. Se detuvo un instante, como si algo tirara de él desde atrás, pero no se giró. Abrió. Salió, y la puerta se cerró con el clic más educado del mundo.
Isabela se quedó sentada en la cama, la sábana prendida a las piernas, el corazón golpeándole la caja torácica. Respiró. No sirvió. Se rió, en seco. Tampoco. Se levantó, caminó al baño y se miró al espejo. Enrojecida. Despeinada.
Lavó la cara. Se recogió el cabello. Volvió a la pieza, abrió el notebook. Todavía faltaba comprimir anexos, programar el envío de la presentación, ajustar la agenda de la mañana. Se sentó con la espalda rígida y empezó a teclear. El trabajo llenó el lugar donde antes estaba el temblor.
A las 23:56, el mail “Entrega Santa Marta – versión final” quedó programado para las 23:59. Cerró el portátil. Apagó la luz de la sala. Dejó una sola lámpara encendida, un ojo pequeño vigilando la noche.
Sabía que tenía que usar el test. Lo tenía ya desde hacía días, pero no había tenido tiempo de pensar en ella y ese estrés. Se hundió en la cama, aún templada, y dejó que el cansancio le cayera encima como una manta pesada.
Despertó antes de la alarma. Todavía oscuro. La ciudad prendía luces de a poco. Ya nada olía a Noah. Mejor. Así era más fácil recordar lo que se había prometido: no hablar de más, no depender, no temblar.
Se levantó sin prender todas las luces. El suelo estaba helado. Abrió el cajón del baño, apartó un paquete de algodones y sacó la caja. El plástico crujió bajito. Leyó las instrucciones una vez. Otra. No era necesario. Pero quería control.
Hizo lo que había que hacer. Dejó la tira sobre el mármol y encendió el cronómetro del celular: tres minutos.
Se miró en el espejo. Tenia ojeras, los labios hinchados, y el cabello atado a medias. No parecía asustada. Parecía en posición de combate.
El primer minuto fue aire suspendido. El segundo, ruido blanco. En el tercero, miró.
La primera línea apareció de inmediato, fuerte y definida. La segunda tardó un suspiro. Se pintó suave… y en un par de latidos, tan firme como la primera.
Positivo.
—Mierda —dijo, mirando sus resultados.
Isabela no lloró. No se llevó la mano a la boca. No pensó en Noah. Sostuvo el palito como quien sostiene un plano: una decisión que se dibuja más clara cuanto más la miras.
—Ok —dijo, muy bajo—. Ok, está bien.
Guardó el test en el fondo del botiquín, detrás del alcohol y una caja de tiritas. Apoyó las manos en el lavamanos. Inspiró cuatro, sostuvo cuatro, soltó cuatro. La ansiedad no iba a ganar hoy.
—Regla uno: no decirle. —La voz no le tembló.
Abrió la ducha. El agua caliente le golpeó la nuca, arrastrando restos de perfume, de él, de la noche. Cuando salió, la ciudad ya encendía el borde pálido del amanecer. En el celular, un correo programado de Noah parpadeaba: “Reunión 10:00. Lleva el contrato.”
Isabela sonrió sin dientes.
—Voy a llevar algo más —murmuró—.
Se vistió. Pantalón negro, blusa sobria. Coleta alta. Mochila. Libreta. Y la certeza de que saldría entera de ese lío, aunque ese lío viviera en su vientre, tuviera los ojos de Noah del Valle y la llamara mamá.