El despacho de Theo olía a madera, autoridad y tormenta contenida.
El alfa repasaba los informes del ataque cuando la puerta se abrió sin aviso.
Su padre, Alaric, entró con dos mujeres detrás: betas jóvenes, hermosas, vestidas con telas finas.
—Hijo —saludó con tono solemne—, ya supe la noticia. Todo el mundo habla de tu lobo blanco y poderoso. ¿Por qué jamás quisiste mostrarlo antes?
Theo se quedó quieto.
El corazón le dio un salto.
—No era el momento aún, padre. —Su voz se volvió áspera, defensiva.
Sus ojos bajaron a las mujeres.
—¿Y esto? ¿Quiénes son ellas?
Alaric sonrió con orgullo.
—Ellas, hijo, son las hembras que traje para que sean tu Luna. Debes casarte y marcar una compañera, la manada necesita cachorros.
Theo se levantó despacio, la furia subiendo por sus venas.
—Te dije que eso no iba a suceder. —Golpeó el escritorio con ambas manos, haciendo vibrar los vidrios—. ¡No me casaré ni marcaré a ninguna hembra!
—Lo siento, Theo —replicó Alaric con calma—, pero debes hacerlo. Es