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35 | No seré tu prisionera

La verdad sobre su sangre no se quedó confinada en el laboratorio de Silas. Se filtró como un gas venenoso a través de las grietas de la mansión, alimentada por susurros, por oídos pegados a las puertas y por la red invisible de espionaje que tejía el mundo sobrenatural.

En menos de una hora, Seraphina había dejado de ser solo la compañera del Alpha. Se había convertido en el Santo Grial.

Ronan la llevó de vuelta a sus habitaciones, pero el ambiente había cambiado drásticamente. Ya no era el santuario de una pareja; era un búnker. Ronan cerró las cortinas pesadas, bloqueando la luz del sol, y comenzó a dar órdenes por el teléfono seguro con una voz que no admitía réplica.

—Triplicad el perímetro. Quiero francotiradores en los tejados. Nadie entra. Nadie sale. Corten las comunicaciones externas de la servidumbre.

Colgó el teléfono y se giró hacia ella. Su rostro era una máscara de tensión brutal, sus ojos grises oscurecidos por una paranoia nacida del amor y el terror.

—Vas a quedarte aquí —dijo. No fue una petición. Fue un decreto—. No saldrás al jardín. No irás al gimnasio. No te acercarás a las ventanas.

Seraphina, que estaba sentada en el borde de la cama limpiándose los restos de tierra del entrenamiento, se puso rígida. La loba en su interior, recién despertada y llena de poder, erizó el pelaje ante la orden de encierro.

—¿Me estás encerrando de nuevo? —preguntó, su voz peligrosamente tranquila.

—Te estoy protegiendo —replicó Ronan, caminando hacia ella, su presencia llenando la habitación—. No tienes idea de lo que Silas acaba de descubrir. Vitae Sanguis. Eres la cosa más valiosa que ha existido en nuestra historia. Si los Clanes del Este se enteran... si el Consejo Supremo se entera... vendrán por ti. Ejércitos enteros vendrán por ti.

—¡Entonces déjalos venir! —Seraphina se puso de pie, enfrentándolo—. No quiero esconderme, Ronan.

—¡Te entrené para sobrevivir a una pelea callejera, no a una guerra! —gritó él, perdiendo el control por primera vez. Agarró sus hombros, sacudiéndola ligeramente—. Gabriel no solo te quiere para su cama, Seraphina. ¡Te quiere para convertirte en una fábrica! ¡Te encadenará y te mantendrá preñada y sangrando por el resto de la eternidad!

La imagen fue tan gráfica, tan horrible, que Seraphina retrocedió, pero su propia furia se encendió para combatir el miedo.

—¡Y tu solución es hacer lo mismo! —le gritó, empujándolo en el pecho—. ¡Encerrarme! ¡Esconderme! ¡Convertirme en una prisionera en mi propia casa!

—¡Mi solución es mantenerte viva! —rugió Ronan.

Agarró un jarrón de cristal de la mesa y lo lanzó contra la pared. El estruendo de los cristales rotos resonó como una explosión. Ronan se pasó las manos por el cabello, su respiración agitada, su pecho subiendo y bajando como un fuelle.

Se giró hacia ella, sus ojos dorados brillando con una desesperación salvaje.

—No puedo perderte —confesó, su voz quebrándose—. No puedo. Si te encierro, si te odio, si te ato a la cama... haré lo que sea necesario para que tu corazón siga latiendo. Porque si dejas de existir, yo también.

La confesión colgó en el aire, cruda y sangrienta.

Seraphina sintió que su ira vacilaba, suavizada por el dolor de él. Se acercó, pisando los cristales rotos con sus pies descalzos, sin sentir dolor. Puso sus manos en el rostro de él, obligándolo a mirarla.

—No soy un objeto, Ronan. No soy un tesoro que se guarda en una caja fuerte. Soy tu compañera. Y si hay una guerra por mi sangre, la pelearemos juntos. Fuera de estos muros.

Ronan cerró los ojos, inclinándose hacia su tacto, luchando contra sus propios demonios.

—Es demasiado peligroso...

—La vida es peligrosa —susurró ella, rozando sus labios con los de él—. Pero prefiero morir de pie a tu lado que vivir mil años encerrada en esta habitación.

La tensión sexual y emocional estalló. Ronan gruñó y la besó, un beso duro, posesivo, que sabía a miedo y promesas rotas. Sus manos bajaron a su cintura, preparándose para levantarla, para marcarla de nuevo, para convencerla con su cuerpo de lo que su mente rechazaba.

Un golpe seco en la puerta interrumpió el momento.

Ronan se separó de ella con un gruñido de frustración asesina, girándose hacia la madera como si quisiera prenderle fuego con la mirada.

—¡Dije que nadie molestara!

—Alpha —la voz de Caleb sonaba extraña. Tensa. Temblorosa—. Tienes que ver esto.

Ronan miró a Seraphina una vez más, una advertencia silenciosa de «no te muevas», y abrió la puerta de un tirón.

Caleb estaba pálido. Sostenía una caja de cartón pequeña, envuelta en papel marrón barato.

—Un mensajero la dejó en la puerta principal —dijo el Beta—. Pasó los escáneres de explosivos. No es una bomba.

—¿Entonces qué es? —preguntó Ronan, tomando la caja.

Pesaba poco. No había remitente.

Ronan rasgó el papel y abrió la tapa.

El olor golpeó a Seraphina al instante, incluso desde el otro lado de la habitación. Un olor que conocía mejor que el suyo propio.

Sangre. Y medicina rancia.

Seraphina corrió hacia la puerta, empujando a Ronan para ver el contenido.

Dentro de la caja, sobre un lecho de algodón sucio, había un objeto pequeño de plástico azul.

Un inhalador.

Estaba viejo, con el borde mordido, tal como Hunter solía hacerlo cuando estaba nervioso. Pero el plástico azul estaba manchado. Una huella dactilar de sangre seca y oscura marcaba el cartucho.

Debajo del inhalador había una nota. Un papel simple, escrito con una caligrafía elegante y aguda.

Seraphina leyó las palabras, y el mundo se volvió negro en los bordes.

«Sé lo que es ella. Sé lo que vale. Tengo al niño. Se le está acabando el aire. Tráeme a la Reina de Sangre a las Minas de Blackwood antes del amanecer, o el chico dejará de respirar para siempre.»

—Hunter... —El nombre salió de la garganta de Seraphina como un fragmento de vidrio.

Ronan miró la nota, y luego miró el rostro devastado de su compañera. La discusión sobre la seguridad se había terminado. La jaula se había roto.

Gabriel había puesto un precio a la Reina. Y el precio era la vida de su hermano.

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