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34 | Tú sangre es especial

El milagro verde en la maceta olvidada parecía burlarse de las leyes de la naturaleza. El helecho, hace un minuto un esqueleto marrón y quebradizo, ahora era una explosión de vitalidad esmeralda, sus hojas desplegándose con una arrogancia exuberante, las pequeñas flores blancas emitiendo un perfume dulce que luchaba contra el olor a sudor y violencia del gimnasio.

Ronan no miraba la planta. Miraba a Seraphina.

Su pecho desnudo y brillante de sudor subía y bajaba, pero no por el esfuerzo del combate. Sus ojos dorados estaban fijos en ella con una mezcla de reverencia y terror absoluto.

—No te muevas —ordenó, su voz un susurro ronco.

Se acercó a ella con cautela, como si de repente se hubiera convertido en una bomba nuclear sin cuenta regresiva. Tomó su brazo herido, sus dedos grandes y callosos rozando la piel con una delicadeza extrema. El rasguño ya no existía. La piel estaba pálida, perfecta, sin siquiera una línea rosada que recordara el corte.

—Sanaste —murmuró él, pasando el pulgar por la zona intacta—. En segundos. Y esto... —Señaló la planta con la cabeza—. Esto no es normal. Ni siquiera para un Alpha.

Seraphina miró su propia mano, sintiendo un zumbido extraño bajo su piel, como si su sangre estuviera carbonatada, burbujeando con una energía que no entendía.

—¿Qué significa? —preguntó ella, el miedo empezando a enroscarse en su estómago—. ¿Ronan?

El Alpha se enderezó, su rostro cerrándose en esa máscara de comando que ella conocía bien.

—Significa que nadie puede saberlo.

Agarró una toalla limpia del estante y envolvió el brazo de ella, ocultando la piel perfecta, aunque ya no había herida. Luego, arrancó el helecho de la maceta con un movimiento brusco, sacudiendo la tierra, y lo envolvió en su camiseta sucia.

—Vístete —ordenó—. Vamos a ver a Silas. Ahora.

El viaje a través de la mansión fue furtivo. Ronan se movía por las sombras, evitando a los guardias, con Seraphina pegada a su espalda. La tensión que irradiaba era un campo de fuerza; sus músculos estaban tan tensos que parecían piedra tallada bajo su piel bronceada.

Llegaron a la torre oeste, el dominio del Curandero Anciano. Silas era el miembro más viejo de la manada, un lobo cuya piel era como pergamino arrugado y cuyos ojos estaban velados por cataratas, pero cuya lealtad a la familia Thorsten era absoluta.

El laboratorio de Silas olía a hierbas secas, alcohol y tiempo.

—Alpha —graznó el anciano cuando Ronan cerró la puerta y echó el cerrojo—. ¿Heridos?

—No —dijo Ronan, depositando el helecho envuelto sobre la mesa de examen de acero—. Un misterio.

Ronan desenvolvió la planta. Las flores blancas parecían brillar bajo la luz de las lámparas de gas. Silas se acercó, sus manos nudosas temblando ligeramente, y tocó una hoja.

—Vigorosa —murmuró el anciano—. ¿De dónde salió? No tenemos esta especie en los invernaderos.

—Estaba muerta hace diez minutos —dijo Ronan. Su voz era grave, cargada de peso—. Seraphina sangró sobre ella.

Silas se congeló. Sus ojos lechosos se levantaron lentamente hacia Seraphina, que estaba de pie junto a la puerta, abrazándose a sí misma.

—¿Sangre de una convertida? —preguntó el anciano, con escepticismo.

—Sangre de mi compañera —corrigió Ronan—. Necesito que la analices. Ahora.

Ronan sacó una daga ceremonial de una vitrina. Se acercó a Seraphina. No hubo violencia en su gesto, solo una necesidad urgente.

—Confía en mí —susurró, tomando su mano.

Seraphina asintió. Él hizo un corte rápido en la yema de su dedo. Una gota roja, densa y brillante como un rubí líquido, cayó sobre una placa de vidrio.

Silas tomó la muestra y la colocó bajo su microscopio antiguo de lentes de cristal tallado.

El silencio en la habitación se estiró, denso y sofocante. Ronan caminaba de un lado a otro como un tigre enjaulado, su torso desnudo brillando bajo la luz amarillenta, sus manos pasándose por el cabello negro con frustración. Seraphina observaba al anciano, viendo cómo su postura encorvada se tensaba gradualmente.

Silas jadeó.

Fue un sonido de puro asombro.

—Imposible...

—¿Qué? —Ronan estaba a su lado en un instante.

Silas se apartó del microscopio, mirando a Seraphina como si fuera una aparición divina.

—No es sangre —susurró el anciano, su voz temblando de emoción—. Es...

Silas agarró el brazo de Ronan con una fuerza sorprendente.

—Las células no mueren, Alpha. Se reproducen a una velocidad que nunca he visto. Tienen una carga energética... —Buscó la palabra adecuada—. Es Sangre de Vida. Vitae Sanguis.

Ronan frunció el ceño.

—Eso es un mito.

—¡Es real! —insistió Silas, señalando la placa—. La conversión no la debilitó. La pureza de tu sangre Alpha, mezclada con su biología humana única... creó una mutación. Ella no es una loba normal. Es una fuente de vida regenerativa. Una sola gota puede revivir tejido muerto. Un litro podría...

Silas se detuvo, y el color desapareció de su rostro arrugado. El asombro fue reemplazado por un horror súbito.

—Oh, dioses antiguos...

—¿Qué? —exigió Ronan, agarrando al anciano por los hombros—. ¡Habla!

Silas miró a Ronan, y luego a Seraphina, con una lástima que le heló la sangre.

—La maldición —susurró Silas—. La Maldición de la Infertilidad que ha estado matando a nuestras manadas lentamente. La razón por la que nacen tan pocos cachorros. La razón por la que nuestra raza se extingue.

Seraphina dio un paso adelante, sintiendo un frío en el estómago.

—¿Qué tiene que ver mi sangre con eso?

—Todo —dijo Silas, su voz un hilo de terror—. Tu sangre es la cura, niña. Tu útero... con esa capacidad regenerativa... no solo es fértil. Es capaz de gestar linajes que harían parecer a los Alphas actuales como cachorros enfermos.

El silencio cayó como una guillotina.

Ronan soltó a Silas y retrocedió, su rostro pálido bajo el bronceado. Comprendió.

—Gabriel —dijo Ronan, el nombre saliendo de su boca como una maldición.

—Gabriel lo sabe —dijo Silas, asintiendo con gravedad—. Si él tiene espías, si él vio lo que pasó en la biblioteca cuando ella usó su poder... él sabe lo que ella es.

Seraphina miró de uno a otro, la realidad de su situación cayendo sobre ella como una losa de plomo.

—¿Me quiere para... para su manada? —preguntó, con la voz temblorosa.

Silas negó con la cabeza, mirándola con una tristeza infinita.

—No te quiere para su manada, hija. No te quiere muerta. Eso sería misericordioso.

El anciano miró los ojos dorados y furiosos de Ronan antes de soltar la verdad final.

—Quiere tu sangre para curar a sus guerreros. Y quiere tu cuerpo para criar a sus hijos. Si Gabriel te atrapa, Seraphina... nunca verás la luz del sol. Te convertirá en una fábrica de cría encadenada en la oscuridad.

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