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36 | El regreso de la traidora

El inhalador azul de plástico yacía sobre la mesa de caoba del despacho de Ronan como un cadáver pequeño. La mancha de sangre seca en el cartucho era una acusación silenciosa que llenaba la habitación de un aire irrespirable.

Seraphina estaba de pie junto a la ventana, con los brazos cruzados tan fuerte que le dolían las costillas, mirando hacia la oscuridad del bosque donde su hermano se asfixiaba. Su loba interior arañaba las paredes de su mente, exigiendo sangre, exigiendo correr, pero su lado humano sabía que correr a ciegas hacia las Minas de Blackwood sería un suicidio.

Ronan estaba al teléfono. No el teléfono seguro de la manada, sino un celular desechable negro. Su voz era un murmullo bajo y gutural, hablando en un idioma que Seraphina no reconocía, una mezcla de ruso y dialectos antiguos de los clanes del norte.

Colgó y tiró el teléfono sobre el escritorio.

—¿Quién era? —preguntó Seraphina, girándose.

—Mercenarios —dijo Ronan, pasándose una mano por la cara con cansancio—. Los Desterrados. Lobos sin manada que venden sus garras al mejor postor. Necesitamos números, Seraphina. Gabriel tiene un ejército en esas minas. Mi guardia de élite es leal, pero no somos suficientes para un asedio subterráneo.

—No tenemos tiempo para un asedio —replicó ella, señalando el inhalador—. Hunter no tiene tiempo. Si Gabriel se aburre, o si se le acaba la paciencia...

—Lo sé —Ronan golpeó la mesa con el puño, haciendo saltar el inhalador—. Pero entrar allí es una trampa mortal. Los túneles están minados. Hay trampas de gas. Si entramos por la fuerza, él colapsará la entrada y enterrará a Hunter vivo antes de que podamos dar diez pasos.

Seraphina caminó hacia la mesa. Tomó el inhalador, sintiendo el plástico frío contra su piel febril.

—Entonces no entremos por la fuerza —dijo ella, su voz adquiriendo una calma helada que hizo que Ronan la mirara con cautela—. Démosle lo que quiere.

Ronan se tensó.

—¿De qué estás hablando?

—Quiere a la Reina de Sangre —dijo Seraphina, levantando la vista para encontrarse con sus ojos dorados—. Quiere mi sangre. Quiere mi vientre.

—No. —La negativa de Ronan fue inmediata, un muro de acero—. Ni siquiera termines esa frase.

—Es la única manera de que abra las puertas, Ronan. Si me ofrezco... si voy a él...

—¡Te encadenará! —rugió él, acercándose a ella e invadiendo su espacio personal, su olor a tormenta y miedo envolviéndola—. ¡Te drenará hasta dejarte seca! ¡No voy a usarte como cebo! ¡Preferiría quemar el mundo entero!

—¡Pero el mundo incluye a mi hermano! —gritó ella, enfrentándolo—. ¡No voy a dejar que muera por protegerme a mí! Soy inmortal, ¿recuerdas? Mi sangre sana. Puedo soportarlo. Puedo ganar tiempo.

—¡No eres inmortal! —Ronan le agarró la cara con ambas manos, obligándola a mirarlo—. Eres poderosa, pero no eres indestructible. Y eres mía. No voy a entregarte a ese carnicero. Encontraremos otra manera.

—¿Cuál? —desafió ella, con lágrimas de frustración en los ojos—. ¿Cuál, Ronan? ¡Dime un plan que no termine con Hunter muerto!

El silencio que siguió fue devastador. Ronan no tenía respuesta. Solo tenía su furia y su terror a perderla.

En ese momento de desesperación estática, la sirena del perímetro aulló.

No fue la alarma de "Invasión Masiva" que había sonado durante el ataque de Gabriel. Fue un tono diferente. Un pulso corto y agudo.

Intruso solitario.

Ronan se separó de ella al instante, su cuerpo cambiando a modo de combate. Sacó una pistola de gran calibre de un cajón del escritorio —el acero humano a veces era más rápido que las garras— y se dirigió a la puerta.

—Quédate aquí.

—Ni lo sueñes.

Seraphina lo siguió. Corrieron hacia el vestíbulo principal, donde Caleb ya estaba dando órdenes a través de la radio.

—¿Qué tenemos? —ladró Ronan.

—Puerta Norte —respondió Caleb, con el ceño fruncido—. Los sensores térmicos detectaron una sola firma de calor. Se acercó a la puerta abiertamente. No está atacando. Está... esperando.

—¿Un mensajero? —preguntó Seraphina.

—Tal vez. O una bomba suicida.

Ronan abrió las puertas principales. La lluvia caía en cortinas pesadas, convirtiendo el camino de entrada en un río de barro negro. Los focos de seguridad iluminaban la reja principal de hierro forjado, a cincuenta metros de distancia.

Allí, aferrada a los barrotes como un náufrago a una balsa, había una figura solitaria.

Estaba encapuchada, envuelta en una capa gris que estaba empapada y embarrada. Parecía pequeña, frágil bajo el aguacero.

Ronan caminó hacia la reja, con la pistola baja pero lista, ignorando la lluvia que empapaba su camisa. Seraphina y Caleb lo flanquearon.

Cuando llegaron a la reja, la figura levantó la cabeza.

La capucha se deslizó hacia atrás.

Seraphina ahogó un grito.

Era Isabelle.

Pero no era la Reina de Hielo que había visto en el salón de baile. No era la diosa intocable de seda blanca.

Era una ruina.

Su cabello rubio platino estaba cortado a trasquilones, sucio y apelmazado con sangre seca. Su rostro, antes perfecto, era un mapa de violencia: un ojo estaba cerrado por la hinchazón, morado y negro, su labio estaba partido, y había marcas de garras, profundas y purulentas, que surcaban su mejilla izquierda, arruinando su belleza para siempre. Llevaba harapos que apenas la cubrían contra el frío, y temblaba violentamente.

Isabelle, la orgullosa loba de sangre pura, se aferraba a los barrotes de la mansión que había despreciado, con las uñas rotas y sangrando.

Ronan se detuvo al otro lado de la reja, su rostro impasible. No bajó el arma.

—Dame una razón para no dispararte ahora mismo —dijo Ronan, su voz carente de cualquier piedad.

Isabelle tosió, un sonido húmedo y doloroso, y escupió sangre al barro. Levantó su único ojo bueno, azul y lleno de una desesperación que Seraphina reconoció, porque la había sentido en su propio pecho días atrás.

—Me traicionó —graznó Isabelle, su voz rota—. Gabriel... él no quería una compañera. Quería... quería usar mi vientre para sus experimentos. Cuando me negué... él...

Se estremeció, un espasmo de dolor puro.

—Me usó. Y luego me tiró a los perros.

Isabelle miró a Ronan, y luego, con una humildad que parecía imposible en ella, miró a Seraphina.

—Sé dónde está el niño —susurró la loba caída—. Sé cómo entrar en las minas sin activar las trampas. Tengo los códigos. Tengo los mapas.

Se dejó caer de rodillas en el barro, extendiendo una mano temblorosa a través de los barrotes, hacia la mujer que había intentado matar.

—Por favor... —sollozó Isabelle—. Asilo. Protégeme de él. Y te daré a tu hermano.

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