Los días que siguieron a la partida de Dante fueron extrañamente serenos, como si la tormenta se hubiese detenido justo antes del impacto. Pero la calma era frágil. Una quietud espesa, artificial, como la superficie tranquila de un pantano lleno de serpientes.
Elena, ahora sin su protector, comenzó a notar detalles que antes había pasado por alto. Las conversaciones que callaban al pasar, los libros movidos de lugar, los ojos que ya no la miraban con compasión, sino con juicio.
Y en el centro de todo, Sor Teresa.
La mujer hablaba con amabilidad, oraba con fervor, y predicaba sobre el perdón. Pero cada una de sus palabras estaba cargada de un tono distinto. Uno que rozaba la amenaza disfrazada de consejo.
—Dios nos observa con ojos misericordiosos, pero no ciegos —le dijo una mañana, mientras compartían el desayuno—. Incluso el vientre más puro puede albergar una semilla que no es suya.
Elena no respondió. Siguió comiendo en silencio, pero su mano tembló levemente sobre la taza.
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Esa