Elena se miró en el espejo del pequeño cuarto de huéspedes en la casa segura donde Alexander la había llevado. El reflejo le devolvió una imagen desconocida: su cabello suelto caía sobre los hombros, oscuro y grueso; su piel, pálida pero decidida; sus ojos, hinchados por el cansancio, pero firmes.
El hábito ya no colgaba de su cuerpo. Lo había dejado doblado con cuidado sobre la cama del convento antes de huir. No como una traición… sino como una elección.
Ya no era Sor Elena.
Era simplemente Elena.
Y por primera vez en mucho tiempo, eso no la asustaba.
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Alexander regresó con un cambio de ropa en una bolsa de papel: jeans oscuros, una camiseta gris, un suéter ancho. Nada llamativo, pero se sentía como un escudo. Elena se los puso en silencio, casi con reverencia.
—¿Cómo te sientes? —preguntó él desde la puerta.
—Libre —respondió—. Pero no a salvo.
—Eso llegará. Dante viene en camino. No lo detiene ni Dios.
Ella lo miró con una sonrisa cansada.
—Él no es de Dios. Pero a veces… creo qu