La alarma no sonó. Nadie gritó. El ataque fue tan sigiloso que, al amanecer, muchas hermanas ni siquiera sabían que el demonio había estado entre ellas.
Vittorio se había desvanecido como niebla entre los muros. Pero dejó señales.
Una puerta forzada. Un frasco roto en el suelo del pasillo. Y el corazón de Elena latiendo como un tambor de guerra.
Dante no durmió. Pasó el resto de la noche revisando los accesos, reforzando cerraduras con la ayuda de Alexander y Jacinto. Cuando el primer rayo de sol iluminó los vitrales del claustro, él estaba cubierto de polvo y rabia. Su rostro, endurecido, ya no mostraba duda.
El Dante que había llegado herido semanas atrás… había muerto. Y en su lugar, volvía a vivir el otro. El hombre sin fe. El hombre hecho para sobrevivir, no para amar.
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—No podemos quedarnos —dijo Dante mientras Elena vendaba su brazo, herido en el forcejeo con uno de los hombres infiltrados—. Él no se detendrá.
—Si nos vamos, te encontrará igual —respondió ella—. Al menos aquí