Los primeros disparos rebotaron en las paredes de la vieja iglesia como truenos sagrados. Alexander rodó hacia una columna caída, cubriéndose mientras Dante avanzaba con precisión mortal. Cada movimiento suyo era un eco de su pasado, una danza aprendida en la violencia.
Vittorio no se escondía. Estaba de pie, firme, como si fuera inmune al fuego, rodeado de dos guardaespaldas armados y un aura de arrogancia casi religiosa.
—¿Viniste solo? —le gritó a Dante por encima del estruendo—. ¿Otra vez creyendo que puedes salvar a todos con tus manos sucias?
Dante no contestó. Disparó. Uno de los hombres de Vittorio cayó con un grito seco.
Alexander, desde su posición, cubría el flanco izquierdo. Sabía que estaban en desventaja. Pero también sabía que el miedo no tenía lugar en esa noche.
—¡Dante! ¡Muévete! —gritó.
Dante obedeció justo antes de que una bala rozara la piedra donde había estado. Se deslizó tras un banco roto, respirando con fuerza. Y entonces, entre el fuego y la sangre, vio el r