La niña dormía, envuelta en una mantita blanca, sobre el pecho de Elena. El sol de la mañana apenas acariciaba sus mejillas redondas, mientras la habitación del hospital guardaba un silencio sagrado. Dante, sentado junto a la cama, no la perdía de vista.
Cada vez que ella exhalaba, él contenía el aliento.
Cada vez que el bebé se movía, su corazón temblaba.
Nunca se había sentido así. Tan cerca de la vida. Tan lejos de todo lo demás.
—Parece un milagro, ¿no? —susurró Elena, sin abrir los ojos.
—Lo es —respondió él—. Y no lo merezco.
Ella lo miró.
—No digas eso. Alma es tuya. Nuestra. Y tú también mereces ser amado.
Él bajó la mirada, tragando con dificultad.
—Yo sólo sé destruir, Elena. Matar. Cargar cadáveres y secretos. Pero esto… tú y ella… son lo único que me hace querer seguir vivo.
—Entonces ya no eres el mismo hombre.
Dante la miró. Esa frase, tan simple, pesaba más que cualquier bala. Porque era cierta. Porque le dolía.
Y porque, en el fondo, sabía que no podía quedarse.
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Esa