El alba llegó teñida de gris. No hubo canto de aves ni campanas para anunciar la mañana. Solo el silencio inquietante de algo que estaba a punto de romperse. Elena despertó sintiendo el cuerpo liviano pero el alma pesada. Dante ya no estaba a su lado. Había dejado el crucifijo de madera que él mismo había tallado sobre la mesa, junto a una nota doblada con letra firme:
“Si me quedo, te condeno. Si me voy, tal vez te salve. Perdóname.”
Elena apretó la nota contra el pecho. No lloró. No aún. Porque sabía que el dolor no servía de nada cuando lo que estaba en juego era una vida. Dos, en realidad.
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Dante caminaba bajo la lluvia que no cesaba, oculto entre callejones húmedos y faroles apagados. Llevaba una mochila pequeña al hombro y un arma en la cintura. Su objetivo era claro: encontrar a Vittorio antes de que él entrara al convento.
Alexander lo esperaba en un viejo edificio abandonado cerca del río. Lo saludó con un gesto seco y directo.
—¿Vienes solo?
—Siempre. ¿Tienes su ubicación?