La lluvia caía sobre Nueva Orleans como si el cielo también intentara purificarse. Las calles estaban oscuras, y el aire olía a humedad, pólvora y traición.
Dante caminaba sin prisa por el viejo muelle del puerto sur. Cada paso resonaba sobre la madera húmeda. Había vuelto. No como el hombre que huyó al convento, sino como el heredero de la oscuridad que lo formó.
A su lado, Alexander revisaba las sombras, atento.
—Tenemos una cita en el viejo club Ébano —murmuró—. Allí se están reuniendo los que no respondían a Vittorio. Pero no estarán tranquilos si te ven a ti.
—Entonces tendrán que acostumbrarse —respondió Dante.
Alexander suspiró.
—Te estás convirtiendo en él.
Dante lo miró de reojo.
—No. Me estoy convirtiendo en lo que necesito ser… por ellas.
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El club Ébano era un lugar decadente, lleno de humo y rostros endurecidos por la vida. Cuando Dante entró, las conversaciones murieron.
Lo reconocieron de inmediato. No por su nombre… sino por su mirada.
La de un Caravaggio.
—Quien no se