El frío me despierta antes que el dolor. Una corriente gélida me roza la mejilla y me obliga a abrir los ojos. Lo primero que veo es el brillo metálico de un arma y, justo detrás, la sonrisa torcida de Claudia.
—Despierta, princesa —susurra con una dulzura venenosa—. No querrás perderte el espectáculo.
Parpadeo, confundida. Estoy tendida sobre la tierra húmeda, con el vestido de novia hecho trizas, empapado de barro y sangre. Mis brazos tiemblan, mis piernas también. Al intentar moverme, siento cómo el hombro derecho me arde: el disparo. Recuerdos fragmentados vuelven a mi mente —el sonido seco del silenciador, el mareo, la aguja— y de pronto todo encaja.
Claudia me apunta con el arma. Detrás de ella, Marcela observa en silencio, rígida, con otra pistola en la mano.
—Levántate —ordena Claudia.
Intento sostenerme sobre mis pies. El mundo me da vueltas, pero logro ponerme de pie. A mi alrededor solo hay árboles y el rugido distante del viento. Cuando levanto la mirada, entiendo dónde es