DANTE
El aire pesado del cementerio aún me calaba en los huesos cuando cerraron la tierra sobre el ataúd de Ian. No importaba que los hombres intentaran mantener la compostura, ni que Claudia llorara como si el mundo se le viniera abajo; yo solo pensaba en la estupidez que lo había llevado hasta ahí. La muerte en mi mundo es parte del contrato, pero la imprudencia… eso sí que no perdono.
De regreso, mis hombres se dispersaron hacia sus autos. Claudia no tardó en seguirme y, sin pedir permiso, abrió la puerta del mío y se dejó caer en el asiento a mi lado. No dije nada; encendí el motor y dejamos atrás las lápidas de mármol.
—Todo esto es culpa de Giulia —escupió de repente, la voz cargada de veneno.
No aparté la vista del camino. —Giulia no empujó a Ian a jugar al héroe. Nadie lo obligó a meterse solo con nuestros enemigos.
—Estás ciego, Dante. ¡Siempre defendiéndola! —su tono era un filo directo contra mí.
Di un respiro profundo, pero entonces Claudia hizo lo impensable: se subió so