GIULIA
El aroma dulce de la vainilla y el chocolate invadía la cocina. Mis manos temblaban tanto que lo único que podía hacer para calmarme era amasar, batir, llenar moldes y encender el horno una y otra vez. Isabella, con sus manitas llenas de harina, reía mientras intentaba dar forma a los pastelitos.
—Así, mamá, ¿ves? Como me enseñaste. —Su sonrisa me partía el alma. Ella era la única razón por la que seguía en pie.
—Si amor —dije, fingiendo tranquilidad, aunque por dentro me devoraba la angustia. Dante y Marco habían salido desde temprano a buscar a Fiorella. Mi corazón no dejaba de repetir lo mismo: que la encuentren, por favor, que la encuentren.
De repente, escuché pasos firmes acercarse. El aire de la cocina cambió antes incluso de que apareciera. Dante.
Entró con su porte imponente, y sin decir una palabra me saludó con un beso breve, cálido, que encendió mi piel. No pude evitar preguntar, con la voz quebrada:
—¿Y Fiorella? ¿La encontraron?
Él negó, frunciendo el ceño.
—N