El sonido de los neumáticos al entrar en el camino empedrado fue como una sentencia. Llevábamos casi una hora en completo silencio, encerradas en esa furgoneta sin ventanas. El nombre que me habían susurrado antes de partir —Dante Moretti— retumbaba en mi cabeza como una maldición.
Sabía quién era. No con precisión, pero bastaba escuchar “Moretti” en cualquier callejón para saber que era un hombre al que no se le debía deber ni el aliento.
Mi corazón palpitaba como un tambor roto.
Cuando la camioneta se detuvo, sentí que el aire me faltaba. La puerta se abrió y un viento frío entró como una bofetada. Frente a nosotras se alzaban unas rejas negras de hierro forjado, tan altas que parecían tocar el cielo gris.
Las puertas del infierno debían verse así: solemnes, oscuras, crueles. Detrás, una mansión de piedra negra con tejados inclinados, ventanas altas y muros que gritaban secretos. La lluvia había cesado, pero el cielo seguía teñido de tormenta.
Agradecí, por primera vez, que Isabella no pudiera ver.
Mi hija dormía en mis brazos, envuelta en la única manta limpia que me quedaba. Su respiración era suave, tranquila. No tenía idea de adónde nos habían traído. Tal vez, en su mundo sin imágenes, todo esto parecía menos aterrador.
Nos hicieron bajar sin palabras. Caminamos por un sendero de piedras húmedas hasta la gran puerta de roble. Mis ojos se movían con ansiedad, buscando una vía de escape, una grieta, una abertura… pero todo estaba sellado. No éramos libres. No lo volveríamos a ser.
Al entrar al salón principal, sentí que el mundo giraba.
Era amplio, gélido, con paredes cubiertas de cuadros oscuros, alfombras persas que amortiguaban los pasos, lámparas de cristal, pero ninguna calidez. El eco de nuestros pasos era lo único que llenaba el espacio. Yo apretaba a Isabella contra mí, mi única ancla.
—Entrégala —ordenó uno de los hombres, extendiendo las manos hacia mi hija.
—¡No! —retrocedí un paso—. No la toquen.
Fue entonces cuando el cañón del arma tocó mi frente. Fría. Cruel y después bajó hacia mi hija.
—No nos hagas repetirlo.
Mi cuerpo tembló. Lágrimas traicioneras asomaron a mis ojos.
—Por favor… no le hagan daño… —susurré, mientras besaba la frente de Isabella y la entregaba. Sus manitas se aferraron a mi blusa, pero no lloró. Fue lo más desgarrador.
Me separaron de ella como si no fuéramos una sola carne. Uno de los hombres la llevó por otro pasillo. Yo traté de seguirlo, pero otro me sujetó del brazo y me obligó a girar hacia la derecha.
Caminamos por un pasillo largo, cubierto de mármol gris, hasta llegar a una puerta doble que se abrió sin anunciarse. La habitación estaba en penumbra. Lo primero que vi fue una enorme silla de cuero oscuro, de espaldas a mí. Del otro lado, una mujer estaba en el suelo, con la cara bañada en lágrimas, suplicando por su vida.
—¡Por favor! ¡No volveré a tomar ni una lira! ¡Se lo juro, señor Moretti!
Dante Moretti estaba aquí, sentado en ese gran sillón de piel.
Otros dos hombres apuntaban a la mujer con armas. Yo me quedé quieta, pegada al umbral, con el alma saliéndose del cuerpo. Desde el sillón, una voz suave pero terrible habló:
—Algunos errores cuestan sangre. ¿Cómo vas a aprender si no pagas?
La mujer gritó con más fuerza, pero no sirvió de nada. Uno de los hombres se acercó con una navaja y sin dudarlo, le arrancó dos dedos. Los gritos fueron inhumanos. Yo quise cerrar los ojos, pero me quedé congelada. Como una estatua. Como una cobarde.
El sillón giró lentamente. Y entonces lo vi.
El diablo.
Era más joven de lo que imaginaba. Ojos grises como acero, cabello oscuro, mandíbula tallada en piedra. Fumaba con elegancia, como si el mundo le perteneciera. Su brazo izquierdo estaba cubierto por un tatuaje que trepaba como serpiente. Sus ojos se posaron en mí y me sentí desnuda, examinada, reducida a un simple objeto.
—¿Y esta? —preguntó, sin emoción.
—El pago de Rachell Dell’Orso —dijo uno de los hombres—. No tiene dinero. Nos entregó a una de sus hijas.
Dante soltó una carcajada seca.
—Rachell… esa mujer no tiene ni sangre en las venas. Dar a su hija… por una deuda.
Yo reaccioné, más rápido de lo que pensaba:
—¡No soy su hija!
Su mirada se endureció. Y me arrepentí por hablar.
—¿Ah, no? —preguntó con desdén.
Miró a sus hombres, y su voz bajó de tono, más peligrosa.
—¿Cómo que no es su hija? ¿Iban a traerme a una Dell’Orso y me traen a una cualquiera?
—Señor, fue ella quien nos la entregó. Dijo que… era lo mismo.
Dante se puso de pie. Imponente. Alto. Un dios oscuro.
—Mátenla.
Mi corazón se detuvo.
—¡No! ¡Tengo una hija! ¡Está aquí, en su casa! —grité desesperada—. No nos mate, se lo ruego.
Dante se detuvo. Sus ojos entrecerrados.
—¿Una niña… aquí?
Uno de los hombres asintió.
—Está aquí.
Dante giró hacia él.
—Maten a la niña también.
Fue como si el suelo se abriera bajo mis pies.
—¡Está loco! —grité—. ¡No puede asesinar a una niña! ¡No puede matar a inocentes!
Él iba a responder, pero entonces entró una mujer empujando un carrito con comida. Lo interrumpió. Dante levantó una mano, deteniendo a sus hombres.
—Voy a cenar. Después, la matan.
Tomó su lugar y sirvieron su comida. Hasta mi lugar podía sentían la mala combinación de especias, eso olía a azufre.
Dante se llevó el primer bocado a la boca mientras yo, petrificada, sentía cómo mi corazón se detenía por un segundo. No sé si fue el miedo o la impotencia. No lo sé. Solo recuerdo cómo su rostro cambió abruptamente.
—¿Qué demonios es esto? —espetó.
De inmediato, escupió la comida con asco. La tensión en la sala se volvió más espesa que el aire caliente de una cocina cerrada. Con un manotazo violento, volcó el plato entero contra la pared, las salsas y pedazos de carne esparciéndose como restos de una batalla. Las copas temblaron sobre la mesa de mármol, y yo sentí que temblaba con ellas.
—¡Otra vez esta porquería! —bramó mientras se ponía de pie—. ¿Acaso en toda esta maldita Italia no hay un solo cocinero decente?
Su voz retumbó en las paredes, y nadie se atrevió a respirar.
—Mátenlo —ordenó.
—¿Jefe? —balbuceó uno de los hombres junto a la puerta.
—¡Al chef! ¡Mátenlo ahora mismo! —gritó, señalando con el dedo el corredor donde se encontraba la cocina.
Mi estómago dio un vuelco. Aquello no era una figura retórica ni una exageración para demostrar su poder. Iban a matarlo. Todo por una cena.
Vi cómo dos hombres salieron del comedor, con pasos firmes y rostros serios. El resto comenzó a limpiar, retirando los platos, la comida destrozada.
Y entonces, su mirada volvió hacia mí.
—Es momento de matarla —dijo, casi con desgano, como quien anuncia que sacará la basura.
Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente. Di un paso atrás, tropezando con uno de los hombres. Mi garganta se secó, pero mi voz, logró salir.
—¡Yo puedo cocinarle! —exclamé.
Silencio.
Un silencio tan frío que caló los huesos.
Dante arqueó una ceja, divertido. Se acercó lentamente, como un lobo que ha oído a la oveja pedir clemencia.
—¿Qué dijiste?
—Que soy chef. Sé cocinar. —Mi voz temblaba, pero no me detuve—. Si me permite prepararle una cena, y si le gusta... déjeme quedarme. Déjeme quedarme con mi hija. Podemos trabajar para usted. Solo... solo una oportunidad.
El silencio volvió. Esta vez más denso, más cargado.
Él me estudió. Como si estuviera considerando si valía la pena matarme ahora o después de escuchar más estupideces. Su rostro era una máscara indescifrable.
—¿Una forastera que pretende negociar conmigo? —rió por lo bajo, sin alegría—. Qué descaro.
—Por favor… —dije, sintiendo que mis rodillas empezaban a temblar—. Si mi comida no le gusta, hágalo. Máteme. Pero deme una sola oportunidad.
Uno de los hombres se adelanto.
—Señor Dante… —dijo con cautela—. Quizá... quizá deberíamos darle la oportunidad. Ya ha matado al chef, ¿qué perdemos?
Dante giró el rostro con lentitud, y sus ojos se clavaron en él.
—¿Estás intercediendo por ella, Marco? —preguntó con una calma más peligrosa que su furia.
—Solo digo… que si su comida es peor, los matamos a ambos. Pero si no... podría ser útil.
Un silencio tenso se extendió. Yo contenía el aliento, esperando no ver morir también a Marco por atreverse a hablar.
Dante giró hacia mí de nuevo. Sus labios se curvaron en una sonrisa sádica.
—Bien. Cocinarás. Pero si tu comida sabe a basura... tú y este imbécil morirán esta misma noche.
Mi cuerpo tembló, pero me mantuve firme. No podía morir aquí.