Mundo ficciónIniciar sesiónClara siempre ha tenido el control. Inteligente, calculadora y con una fascinación peligrosa por quienes despiertan su interés, nunca imaginó que un encuentro casual podría cambiarlo todo. Gabriel, un hombre carismático y aparentemente perfecto, se convierte en su obsesión, y Clara está dispuesta a manipular el destino para tenerlo cerca. Cada mirada, cada gesto y cada roce son parte de un juego sutil de seducción donde ella cree que tiene todas las cartas. Pero nada es lo que parece.
Leer másLa sala de espera olía a desinfectante y papel viejo. Clara estaba sentada en una silla de madera, con las piernas colgando, demasiado cortas para tocar el suelo. Tenía los ojos clavados en la pecera que adornaba la esquina: peces dorados que nadaban en círculos, repitiendo siempre el mismo trayecto, sin rumbo ni conciencia. Eso le gustaba. Eran predecibles, obedientes a su propio instinto sin nunca cuestionarlo.
No parpadeaba mucho, y eso incomodaba a su madre, que la miraba de reojo con un nudo en el estómago. A veces, en casa, tenía la misma sensación: que su hija no pestañeaba lo suficiente, como si el simple acto de hacerlo fuese innecesario.
El doctor abrió la puerta de su despacho y sonrió con una amabilidad ensayada.
—Adelante, por favor.Clara se levantó despacio, sujetando el osito de peluche que siempre traía a esas consultas. Nunca lo abrazaba, solo lo llevaba consigo como una especie de adorno. Pasó frente a sus padres sin mirarlos y entró con pasos seguros en la oficina.
El despacho era acogedor: alfombra color burdeos, estanterías repletas de libros y un gran escritorio de roble. Clara se sentó en la silla de siempre, mirando al psiquiatra como si pudiera leerle los pensamientos. Lo había observado durante meses: la manera en que jugaba con el bolígrafo, el temblor leve en su párpado izquierdo cuando estaba cansado, la forma de apretar los labios cuando quería sonar optimista.
El doctor se aclaró la garganta y pidió que los padres tomaran asiento. Él sabía que la conversación de ese día no sería fácil.
—Bien —empezó, con voz calmada—. Después de nuestras sesiones con Clara, de las evaluaciones y pruebas que realizamos, creo que ya tengo una conclusión clara sobre su situación.
Los padres de Clara se tensaron. La madre apretó las manos sobre su falda, el padre cruzó los brazos con rigidez, como si preparara su cuerpo para un golpe.
—¿Conclusión? —preguntó la madre, casi en un susurro.
El psiquiatra asintió.
—Sí. Lo que presenta Clara es lo que clínicamente conocemos como trastorno de personalidad antisocial en desarrollo, comúnmente asociado con la psicopatía.La palabra cayó como una piedra en la habitación. Psicopatía. La madre se quedó helada, el padre frunció el ceño. Clara, en cambio, simplemente ladeó la cabeza, como si la conversación no tuviera nada que ver con ella.
—¿Está… seguro? —balbuceó el padre.
—Muy seguro.La madre tragó saliva.
—Doctor, perdone, pero… eso es… eso es lo que son los asesinos seriales, ¿no? Las personas sin alma… sin compasión…El psiquiatra se inclinó hacia adelante, apoyando las manos sobre el escritorio. Su voz fue firme, sin perder el tono tranquilizador.
—Entiendo la preocupación. La palabra “psicópata” suele estar rodeada de mitos y estigmas. Pero quiero ser muy claro con ustedes: no todos los psicópatas se convierten en criminales o asesinos. Esa es una representación extrema y mediática. La psicopatía es un espectro, y su hija se encuentra en él.La madre entrelazó los dedos con nerviosismo. El padre respiró hondo, como si necesitara contener su impulso de levantarse y marcharse.
—¿Qué significa, entonces? —preguntó él, con un tono duro.
El médico giró una hoja del expediente de Clara, donde había anotaciones con su letra pulcra.
—Significa que Clara presenta características específicas: una marcada ausencia de empatía emocional, dificultad para sentir remordimiento, y una tendencia natural a manipular su entorno para obtener lo que desea. Sin embargo, también muestra una inteligencia aguda, capacidad de adaptación y una notable habilidad para analizar a los demás.Clara pestañeó, como si lo que decía fuese una obviedad.
El médico prosiguió:
—Esto no la convierte en un monstruo, ni mucho menos. Significa que percibe el mundo de manera distinta a la mayoría. Sus emociones funcionan de otro modo, y eso puede ser un desafío para ustedes como padres.La madre murmuró, casi sin aire:
—¿Entonces… nunca va a sentir amor? ¿Nunca va a querer a nadie?El doctor reflexionó unos segundos antes de responder.
—El concepto de “amor” para alguien como Clara será diferente. Puede no experimentar ternura en el mismo sentido que ustedes, pero sí puede desarrollar vínculos basados en el interés, en la lealtad, incluso en la obsesión. No podemos esperar que sienta igual que nosotros, pero podemos enseñarle a convivir, a reconocer las reglas sociales, a usar su inteligencia de manera constructiva.El padre bajó la mirada al suelo, con las cejas fruncidas.
—¿Y si fracasa? ¿Si no aprende?El psiquiatra suspiró, consciente de lo que implicaba esa pregunta.
—Entonces tendrá que vivir en un mundo que siempre la malinterpretará. Pero eso no significa que esté condenada. Su entorno, la educación que reciba, el apoyo familiar… todo eso influirá en el camino que tome.El silencio se instaló unos segundos. La madre tenía los ojos húmedos. Miraba a su hija como si intentara encontrar a la niña que había llevado en brazos, la que había acunado tantas noches, y ahora la veía como un enigma distante.
Clara, mientras tanto, observaba un reloj de péndulo que marcaba el paso del tiempo con un tic tac insistente.
El médico se dirigió directamente a la niña.
—Clara, ¿tú entiendes de lo que estamos hablando?Ella giró el rostro lentamente hacia él.
—Entiendo que dicen que soy distinta —contestó sin titubear.—Así es —asintió el psiquiatra—. Pero eso no significa que seas menos valiosa. Solo quiere decir que deberás aprender a manejar tu forma de ser, y tus padres estarán contigo en ese proceso.
Clara no respondió. Volvió a mirar el reloj. El péndulo seguía su movimiento hipnótico.
La madre rompió a hablar, con voz temblorosa:
—Haremos lo que sea, doctor. Lo que haga falta. No quiero que mi hija sufra ni que se pierda.El padre, aunque más rígido, asintió lentamente.
—Estaremos contigo siempre, Clara. No importa lo que digan los diagnósticos.La niña giró hacia ellos. Sus ojos grandes y oscuros no mostraron gratitud ni emoción alguna. Los observó como si analizara cada palabra, cada microgesto, y finalmente respondió con un tono plano, mecánico:
—De acuerdo.La madre cerró los ojos con un dolor mudo. El padre apretó los labios, conteniendo la frustración. El doctor se limitó a observar en silencio: un gesto, un instante, una respuesta tan fría que lo resumía todo.
Y Clara volvió a fijar la vista en la pecera. Los peces seguían nadando en círculos, prisioneros de un ciclo eterno. A ella no le parecían tristes. Le parecían perfectos.
GabrielLa mesa estaba cubierta de herramientas de limpieza, aceite y paños perfectamente doblados. Con movimientos meticulosos, limpiaba mi pistola, inspeccionando cada pieza con la concentración de quien sabe que un solo error puede costarle la vida. Alrededor, el cuarto estaba oscuro, iluminado por la luz tenue de una lámpara sobre el escritorio. Frente a mí, en la pared y dispersas sobre la superficie, estaban las cientos de fotos que había tomado de Clara. Cada ángulo, cada sonrisa, cada gesto suyo, documentado.Paré un momento, sosteniendo una de las fotos entre mis dedos. Ella sonreía bajo la luz cálida de la cafetería donde siempre nos reuníamos. Su cabello rojo cayéndole suavemente sobre los hombros. El mundo podría desmoronarse, pero no ella. Ella era ajena a los demás, despreocupada, encantadora, ajena a todo excepto a mí. Y sabía todo de ella. Todo.Desde su diagnóstico de psicopatía en la infancia, hasta cada una de las obsesiones que había desarrollado conmigo. Cada enc
Nunca he sabido cómo detener mi mente. Siempre ha sido como un río desbordado, arrastrando imágenes, cálculos, estrategias, posibilidades infinitas. Me acostumbré a vivir con esa velocidad, con esa forma de procesar el mundo. Pero desde que Gabriel apareció, todo se volvió peor. Porque ahora no eran números ni planes los que me asaltaban en cada instante: era él.Lo pienso demasiado. Cada gesto, cada palabra, cada recuerdo de sus labios sobre los míos. Y esta noche, mientras caminamos bajo una llovizna ligera que empapa su camisa y hace que su cabello se pegue a la frente, lo siento más intensamente que nunca. No solo en mi mente, sino en mi cuerpo.Él no parece preocupado por la lluvia. Al contrario, sonríe, como si disfrutara de ese aire húmedo que limpia las calles y perfuma la noche con olor a tierra mojada. Yo, en cambio, apenas respiro; lo único que hago es mirarlo, grabar en mi memoria la curva de sus labios, la forma en que sus ojos oscuros se iluminan con cada rayo de luz de
Capítulo 6 “Grietas en la máscara”Con el tiempo uno aprende a distinguir entre un gesto casual y un gesto que importa. Gabriel ya no se apartaba cuando nuestras manos se rozaban, no fingía sorpresa si yo me inclinaba demasiado hacia él, no esquivaba mis labios cuando lo buscaba para un beso. Todo eso tenía un significado: ya no estaba jugando, estaba cediendo. Estaba dejándose envolver.Y yo lo disfrutaba con cada fibra de mi ser.No había mayor satisfacción que sentir su mano recorriendo mi espalda mientras hablábamos en algún café, o que él me besara con un entusiasmo que intentaba contener, como si todavía creyera que debía ser prudente. Para mí, no había prudencia posible: esos besos eran pruebas, pequeñas victorias que acumulaba como trofeos.Yo sabía que estaba enamorándose. ¿Cómo no hacerlo? Lo escuchaba, lo apoyaba, me mostraba siempre perfecta ante él. ¿Qué otra opción tenía más que rendirse?Aunque, en los silencios, había algo que me irritaba.Lo había investigado. Como si
Desde aquel café, desde cada encuentro era mejor que el anterior, Gabriel se había convertido en el centro de mi mundo. Lo buscaba con la mirada en los pasillos, escuchaba su voz a lo lejos entre conversaciones, y cada gesto suyo lo guarda en mi memoria como un objeto valioso.Hoy Gabriel estaba hablando con un grupo de alumnos cerca de las escaleras. Su presencia llenaba el espacio, no por imponerse, sino por la calidez con la que interactuaba. Detuve mi paso y lo observé, sintiendo como el corazón se aceleraba.Él levantó la mirada y me vió entre la multitud. Sus labios se curvaron en una sonrisa espontánea dirigida a mí, solo a mí.—¡Clara! —llamó, levantando la mano en un gesto amistoso.Su voz cortó las conversaciones de los demá alumnos y eso me hizo sentir tan especial, porque su deseo de estar conmigo demostraba que mi plan estaba funcionando. Caminé hacia él con una calma que contradecía lo que sentía por dentro, una eufória que hervía mi sangre.—Hola, —saludé con una sonris
Desde aquel café, desde cada encuentro era mejor que el anterior, Gabriel se había convertido en el centro de mi mundo. Lo buscaba con la mirada en los pasillos, escuchaba su voz a lo lejos entre conversaciones, y cada gesto suyo lo guarda en mi memoria como un objeto valioso.Hoy Gabriel estaba hablando con un grupo de alumnos cerca de las escaleras. Su presencia llenaba el espacio, no por imponerse, sino por la calidez con la que interactuaba. Detuve mi paso y lo observé, sintiendo como el corazón se aceleraba.Él levantó la mirada y me vió entre la multitud. Sus labios se curvaron en una sonrisa espontánea dirigida a mí, solo a mí.—¡Clara! —llamó, levantando la mano en un gesto amistoso.Su voz cortó las conversaciones de los demá alumnos y eso me hizo sentir tan especial, porque su deseo de estar conmigo demostraba que mi plan estaba funcionando. Caminé hacia él con una calma que contradecía lo que sentía por dentro, una eufória que hervía mi sangre. —Hola, —saludé con una sonri
De pequeña aprendí a vivir con la espera. La espera era como un hilo invisible que tensaba mis nervios, afinándolos, preparándolos para el momento perfecto. Y ahora, después de dos encuentros que había fabricado con paciencia, ese hilo me mantenía despierta en las noches, mirando el techo, repasando cada palabra, cada gesto de Gabriel.Lo había convertido en un hábito secreto: reconstruirlo en mi mente como si fuera una escultura en progreso. El Gabriel que poseía era más real que el de carne y hueso, porque el mío estaba filtrado, perfeccionado, libre de defectos. Y aun así, cuando lo veía, siempre encontraba algo nuevo que añadir a esa figura imaginaria.La investigación había rendido frutos. Ya sabía en qué facultad estaba: Letras. Y no era estudiante, sino tutor de quienes estaban elaborando su tesis final. Eso explicaba el cuaderno de notas, las visitas a la librería, la manera en que sus frases parecían meditadas antes de salir de sus labios. También era nuevo en la ciudad, por
Último capítulo