Gabriel
No podía permitirme perderla. Cada vez que cerraba los ojos y recordaba su sonrisa, su risa, la forma en que me miraba durante nuestras citas, mi pecho se apretaba de una mezcla de deseo y desesperación. Mi entrenamiento me había enseñado a desconectarme de cualquier emoción, a ejecutar mis misiones sin vacilaciones. Pero Clara era diferente. Clara era una anomalía.
Mientras caminábamos juntos por la universidad, intentando que todo pareciera natural, notaba cada detalle: cómo movía el cabello detrás de su oreja, cómo sus dedos se rozaban “accidentalmente” con los míos, cómo su perfume sutil llenaba mis sentidos sin que pudiera hacer nada para resistirme.
—Gabriel, ¿piensas mucho en mí? —me preguntó, con esa mezcla de inocencia y picardía que siempre me desarmaba.
—Más de lo que debería —respondí, sonriendo, aunque en mi interior el conflicto rugía como un león atrapado.
Ella se rió suavemente, y por un momento, todo el mundo desapareció excepto nosotros. Pero sabía que la rea