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Capítulo 4 "Entre miradas y promesas"

Desde aquel café, desde cada encuentro era mejor que el anterior, Gabriel se había convertido en el centro de mi mundo. Lo buscaba con la mirada en los pasillos, escuchaba su voz a lo lejos entre conversaciones, y cada gesto suyo lo guarda en mi memoria como un objeto valioso.

Hoy Gabriel estaba hablando con un grupo de alumnos cerca de las escaleras. Su presencia llenaba el espacio, no por imponerse, sino por la calidez con la que interactuaba. Detuve mi paso y lo observé, sintiendo como el corazón se aceleraba.

Él levantó la mirada y me vió entre la multitud. Sus labios se curvaron en una sonrisa espontánea dirigida a mí, solo a mí.

—¡Clara! —llamó, levantando la mano en un gesto amistoso.

Su voz cortó las conversaciones de los demá alumnos y eso me hizo sentir tan especial, porque su deseo de estar conmigo demostraba que mi plan estaba funcionando. Caminé hacia él con una calma que contradecía lo que sentía por dentro, una eufória que hervía mi sangre. 

—Hola, —saludé con una sonrisa suave.

Los alumnos se despidieron poco a poco, dejándolos solos en el pasillo y Gabriel acomodó su mochila sobre un hombro y besar mi mejilla brevemente. 

—Hace tiempo que no coincidíamos —comentó. 

—Sí… —Murmuré bajando  la mirada un instante, jugando con el borde de mi chaqueta—. Supongo que hemos estado ocupados.

Hubo un breve silencio, de esos que no incomodan sino que cargan de tensión un espacio. Gabriel lo rompió con un tono ligero, pero sus ojos brillaban con una intención diferente.

—Oye, estaba pensando… —dijo, rascándose la nuca con un gesto casi tímido—. ¿Te gustaría salir a cenar esta noche? Nada complicado, solo… pasar un buen rato.

Mi corazón se disparó. No lo mostré, claro, mi rostro se mantuvo sereno, pero por dentro  una tormenta de satisfacción me atravesó cual rayo. Él dio el paso. Él me eligió.

—Me encantaría —contesté con una dulzura medida. 

Gabriel sonrió, visiblemente aliviado.

—Perfecto. Hay un restaurante italiano cerca del centro, Giovanni’s ¿Te parece a las ocho?

—Sé dónde es. A las ocho está bien.

Esas palabras fluyeron solas en el momento, aunque ya había anticipado que el pudiera pedir una cita. En mi mente desplegué la escena entera: La mesa, las luces tenues, el modo en que me miraría a lo largo de la cena, tal vez unir nuestras manos y por fin obtener lo que llevo queriendo desde que lo ví. Besarlo.

Después de despedirnos regresé a casa y corrí a abrir el armario para elegir qué ponerme. Faltaban seis horas pero para mí no era tiempo suficiente. Debía prepararme como si se tratara de una estrategía de guerra. No era solo elegir un vestido, era elegir el vestido que me mostraría tal como Gabriel querría verme. Había observado lo suficiente para saber que le gustaba la sencillez, lo natural. Sin llamar la atención, sin excederse. 

Saqué varias prendas y me probé una a una frente al espejo. El color debía resaltar mis ojos, pero sin que se notara lo calculado del outfit. Mi pelo rojo, debía estar suelo, para dar una impresión relajada. El maquillaje simple, delicado como si no lo hubiera pensado demasiado cuando en realidad, cada pincelada iba a estar planificada milimétricamente. 

El debe verme y pensar que soy exactamente lo que siempre buscó. 

Finalmente me decidí por un vestido negro de seda que llevaba escote v abierto con solapas que podían unirse con un pequeño moño. Giré frente al espejo para corroborar que la tela caía con suavidad y asentí satisfecha con lo perfecto que era. Esta tela lo iba a incitar a rodear mi cintura mínimamente. 

El tiempo pasó entre ajustes y ensayos de sonrisas y respuestas frente al espejo. Cuando faltaba cuarto para las ocho ya estaba lista. 

Me observé una última vez y susurré al espejo:

—Ésta soy yo para ti, Gabriel. Solo para ti.

La frase resonó en el silencio de mi habitación, y por primera vez en mucho tiempo, sentí una emoción que no sabía identificar. No era miedo, no era duda. Era algo que me decía que esta noche marcaría un antes y un después en mi vida. 

A las ocho en punto, llegué al restaurante. El lugar estaba adornado con luces cálidas que iluminaban las mesas con un brillo íntimo. Gabriel ya estaba esperaba en la entrada, puntual como me gustaba, vestido con una chaqueta casual que realzaba su porte relajado. Cuando me vio, su expresión se suavizó.

—Wow… estás preciosa, Clara. 

Bajé la mirada tímida, fingiendo modestia, aunque por dentro saboreaba cada palabra como un premio.

—Gracias… tú también luces muy guapo.

El camarero nos condujo a una mesa junto a la ventana y Gabriel, como el caballero que era, corrió la silla para que me sentara antes de acomodarse él. Eran detalles que solo alimentaban más mi obsesión por él. Mis ojos se fijaron en cómo sus manos se movían al tomar la carta, cómo sus ojos se posaban en mí con una sutil sonrisa de interés.

La cena apenas comenzaba, pero ya lo sentía: estaba en el lugar exacto donde debía estar. Y nada, absolutamente nada, se interpondría entre nosotros.

La mesa, servida con una simplicidad elegante: un centro de velas bajas, copas que reflejaban la luz cálida y un murmullo de conversaciones en las mesas cercanas que parecía lejano. Pero no lo notaba, solo podía centrarme en él.

Gabriel sonrió mientras abría la carta.

—Espero que te guste la comida italiana.

Sonreí asintiendo.

—Me encanta. Aunque debo confesar que soy más de observar a la gente que de preocuparme por lo que como.

Gabriel arqueó una ceja, divertido.

—¿Observar a la gente? ¿Como un pasatiempo secreto?

Asnetí, sosteniendo la copa de agua en mis manos.

—Sí. Creo que los gestos dicen más que las palabras. Cómo alguien sostiene un vaso, cómo cruza los brazos, cómo evita mirar a los ojos… los detalles hablan de lo que uno es en realidad.

Él se quedó pensativo un instante, intrigado.

—Interesante… suena un poco como leer mentes, pero sin magia.

Sonreí, una sonrisa genuina por el goce que mis palabras despertaban en él.

—No leo mentes, Gabriel. Solo presto atención.

Él soltó una risa baja, sincera, y eso bastó para atravesarme. 

Esa risa me pertenece, y pronto será solo mía

El camarero interrumpió para tomar los pedidos. Gabriel eligió pasta al pesto y yo pedí lasaña. Cuando volvimos a quedar solos, él apoyó los brazos sobre la mesa, acercándose un poco más.

—¿Sabes?, me gusta cómo piensas. La mayoría de las personas no se detiene a observar nada.

—La mayoría teme lo que puede descubrir si observa demasiado —respondí con calma, fijando mis ojos en los suyos.

Gabriel sostuvo mi mirada. Por un instante, fue como si algo se tensara entre ambos: Anticipación. 

—Tienes razón —admitió él, bajando la voz—. Y tal vez por eso me atrae hablar contigo. Porque no tienes miedo de ver… ni de que te vean.

Mi corazón dió un salto, aunque mi rostro no lo mostró. Había un brillo en sus ojos que delataba su emoción. 

La cena avanzó con naturalidad. Hablamos de libros, de música. Gabriel compartió anécdotas de su infancia con un tono ligero, y yo respondí con comentarios que lo hacían reír. Para cualquiera que nos observara desde fuera, parecíamos dos jóvenes en una cita perfecta, en el inicio de algo prometedor.

Pero por dentro, cada risa de Gabriel, cada gesto amable, era una confirmación de que él ya estaba entrando en su órbita.

—Nunca pensé que me divertiría tanto en una cena —dijo Gabriel, después de un brindis improvisado con vino.

—Tal vez no es la cena —respondí suavemente—. Tal vez es la compañía.

Él inclinó la cabeza, sorprendido por mi franqueza. Sus labios se curvaron en una sonrisa que parecía hecha solo para mi.

Y en ese instante, algo sucedió.

Una voz femenina interrumpió nuestro momento.

—¡Profesor Gabriel!

Giré mi cabeza lentamente hacia la intrusa. Una joven de cabello castaño claro, probablemente de la universidad, se acercaba con una sonrisa brillante. Llevaba un vestido veraniego y un aire entusiasta que me fastidió. 

Gabriel se levantó para saludarla con amabilidad.

—¡Hola, Sofía! Qué sorpresa encontrarte aquí.

Sofía rió con ligereza, apoyando la mano en su brazo.

—No podía creer que eras tú. Siempre tan… —sus ojos brillaron con admiración—. Bueno, ya sabes, siempre tan dedicado.

Observé la escena en silencio. Mis ojos fijos en la mano de esa mujer, una mano que estaba tocando un brazo que no le pertenecía y él, por su naturaleza amable debió responder con cortesía.

Una chispa dentro de mi ardió y comenzó a expandirse como un camino de gasolina al fuego.

Esa risa no era para ella. Era para mí. Solo para mí.

Pensé con frialdad quemante, mientras concentraba mi mente en mantener mi rostro tranquilo. 

Gabriel me presentó a la alumna, sin notar la tensión que crecía dentro de mí.

—Sofía, te presento a Clara. Clara, ella es una de mis alumnas más aplicadas.

—Un placer —dije con una sonrisa cortés que no alcanzó mis ojos.

Ella, esa intrusa, apenas tuvo la cortesía de saludarme antes de  continuar hablando con Gabriel sobre un proyecto pendiente. Como si haber interrumpido nuestra cena no fuera la gran cosa. 

Volvió a reírse con él y mi mano se cerró en un puño bajo la mesa, tan fuerte que mis uñas se clavaron en mi palma. No podía permitir que siguiera hablando con ella. No iba a dejar que intentara robar lo que era mío. 

Me levanté justo cuando ella se despidió con un “nos vemos en clase”, y no esperé un segundo. En un movimiento decidido, tomé el rostro de Gabriel entre mis manos y lo besé. No fue un peso tímido ni inseguro, fue un beso de posesión, cargado de pasión que dejaba claro un mensaje. ÉL ES MÍO.

Gabriel se sorprendió, sus ojos se abrieron un instante, pero pronto correspondió ami beso, dejándose arrastrar por el fuego mi gesto inesperado. Abrí uno de mis ojos para ver a Sofía, de pie a unos pasos de nosotros, inmóvil, con mejillas enrojecidas y murmurando una excusa apresurada. 

Terminé nuestro beso y lo miré a los ojos con una serenidad inquietante.

—No me gusta compartir —susurré.

Gabriel me observó, sorprendido por la intensidad de mi actuar pero no pareció disgustado ni perturbado, tal vez pensó que era un arrebato de una chica ansiosa, apasionada que había reaccionado por celos de un momento incómodo. Que lo era, una pasión por dejarle claro a quién sea que él me pertenece. Sin embargo, pude notad que mi intensidad lo atraía aún más. 

Él rodeó mi nuca con su mano y me acercó hasta que nuestros labios se separaban por un par de centímetros. Bajó la vista y murmuró:  

 —No tienes que hacerlo.

Las palabras tan simples que se sintieron como agua en el desierto. Por dentro di saltos de triunfo. Había marcado mi territorio, y Gabriel no me había rechazado. Al contrario, lo había aceptado.

El resto de la noche transcurrió entre confidencias suaves y miradas cargadas de promesas, promesas que estaba ansiosa por obtener. El objetivo de la cita había sido logrado y estaba feliz por ello. Había dejado claro ante el mundo que Gabriel me pertenecía.

Y nada, ni nadie, iba a cambiarlo.

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