Nunca he sabido cómo detener mi mente. Siempre ha sido como un río desbordado, arrastrando imágenes, cálculos, estrategias, posibilidades infinitas. Me acostumbré a vivir con esa velocidad, con esa forma de procesar el mundo. Pero desde que Gabriel apareció, todo se volvió peor. Porque ahora no eran números ni planes los que me asaltaban en cada instante: era él.Lo pienso demasiado. Cada gesto, cada palabra, cada recuerdo de sus labios sobre los míos. Y esta noche, mientras caminamos bajo una llovizna ligera que empapa su camisa y hace que su cabello se pegue a la frente, lo siento más intensamente que nunca. No solo en mi mente, sino en mi cuerpo.Él no parece preocupado por la lluvia. Al contrario, sonríe, como si disfrutara de ese aire húmedo que limpia las calles y perfuma la noche con olor a tierra mojada. Yo, en cambio, apenas respiro; lo único que hago es mirarlo, grabar en mi memoria la curva de sus labios, la forma en que sus ojos oscuros se iluminan con cada rayo de luz de
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