Mundo de ficçãoIniciar sessãoLa ciudad tenía un ritmo propio y sabía cómo escucharlo. No con los oídos, sino con los ojos. Desde pequeña había aprendido a fijarme en lo que los demás ignoraban: la forma en que alguien caminaba, el gesto que hacían al mentir, la repetición mecánica de una rutina que podía convertirse en pista. Para mí, las personas eran rompecabezas que se resolvían con paciencia.
Gabriel no sería la excepción.
Volví a la cafetería al día siguiente, aunque sabía que las probabilidades de encontrarlo de nuevo eran bajas. Aun así, había algo valioso en permanecer en un lugar donde él había estado. Las sillas, las mesas, incluso el aire parecían conservar su presencia. Sentada en el mismo sitio de la ventana, repasé los fragmentos de información recolectados: un cuaderno de notas, una mochila desgastada, un reloj barato, un gesto empático hacia la camarera.
Lo más importante era la dirección en la que había salido.
Había esperado unos minutos antes de seguirlo discretamente la tarde anterior, cuidando la distancia. No había sido fácil: el tráfico, la multitud de peatones, cualquier distracción podría hacerme perderlo. Pero era paciente, y la paciencia siempre rendía frutos.
Lo ví girar hacia una calle residencial y entrar en un edificio de ladrillos antiguos, de esos que solían dividirse en pequeños apartamentos para estudiantes o jóvenes trabajadores. No hizo falta acercarme más. Conocer la puerta exacta ya era suficiente.
Ahora, con un café intacto frente a mí, desplegué en la mente el mapa invisible de mi nuevo objetivo.
Vives en un apartamento modesto. Eso me dice que no eres rico ni pretencioso. El cuaderno… ¿serás estudiante? O tal vez trabajas en algo que requiere ideas. La camisa blanca, limpia pero no nueva. Quieres verte presentable sin esforzarte demasiado. El reloj, práctico, no de lujo. Moderado, accesible, confiable. Pero lo más importante fue tu reacción con la camarera. Tú brillas en medio de la gente común, Gabriel. Y por eso no voy a dejarte ir.
Apoyé la barbilla en la mano y sonreí levemente. Nadie en la cafetería notaría nada extraño: una mujer joven perdida en sus pensamientos. Pero en mi interior, sentía el cosquilleo de la anticipación.
Tenía que saber más.
La siguiente hora la pasé caminando por la zona donde vivía él. Fingía mirar escaparates, pero cada reflejo de vitrina servía para vigilar el edificio desde distintos ángulos. Ví salir a una anciana con bolsas de supermercado, a un hombre trajeado que miraba el reloj con impaciencia, a una pareja que discutía en voz baja. Ninguno de ellos era Gabriel.
Finalmente, la puerta se abrió y él apareció. Llevaba la misma mochila del día anterior, pero esta vez su ropa era distinta: un suéter azul oscuro y jeans. Más relajado. Caminaba con prisa, aunque no con ansiedad, y sus pasos tenían un ritmo que empezaba a reconocer.
Esperé unos segundos antes de seguirlo.
No lo hice de manera obvia. Aprendí desde niña a moverme como una sombra: a cambiar de lado de la calle, a detenerme frente a un kiosco, a doblar la esquina con un segundo de retraso. Gabriel nunca miró atrás, demasiado ocupado en su mundo.
Se detuvo frente a un edificio universitario, amplio y moderno. Entró saludando con la mano a alguien en la puerta, con esa misma sonrisa que me había cautivado.
Lo observé desaparecer en el interior, y un nuevo dato se sumó a mi archivo mental: estudiante universitario. Eso explicaba el cuaderno, la mochila, el estilo de ropa.
Perfecto. Más fácil de encajar en tu vida, amor.
Con calma, busqué un banco en la plaza cercana y observé. Saqué un libro del bolso, no porque quisiera leer, sino porque era un disfraz útil. Desde allí, con visión estratégica de la entrada principal, esperé.
El tiempo no me importaba. Al contrario: lo disfrutaba. Cada minuto observando a Gabriel era un ladrillo más en la construcción de control.
Cuando al fin lo ví salir, acompañado de un grupo de jóvenes, noté un detalle esencial: Gabriel hablaba menos que los demás, pero todos parecían escucharlo con atención. No era el payaso del grupo, ni el líder autoritario. Era el tipo de persona cuya simple presencia hacía que los otros bajaran un poco la voz y lo incluyeran sin esfuerzo.
Mordí el borde de mi uña. Esa cualidad era peligrosa. La gente como él podía atraer demasiado.
—Y yo no comparto —susurré, apenas audible, como si se lo dijera a él aunque estuviera demasiado lejos.
Lo seguí hasta que se despidió de sus amigos y caminó solo hacia la avenida. Su destino, esta vez, fue una librería.
Esperé en la acera opuesta, observando los escaparates iluminados. Gabriel entró y comenzó a revisar los estantes de literatura. No se limitó a un área: recorrió poesía, ensayo, novelas clásicas.
Ese detalle me hizo estremecer.
Eres curioso. No te encierras en un solo mundo.
Cuando salió, llevaba un libro bajo el brazo. No pude distinguir el título, pero anoté mentalmente la librería. Más tarde, lo averiguaré.
Satisfecha con la información recolectada, decidí retirarme por el día. Sabía que insistir demasiado el mismo día era arriesgado. Pero ya había trazado la ruta: dónde vivía, dónde estudiaba, qué hacía en su tiempo libre.
Todo lo que necesitaba ahora era otro encuentro “casual”.
Y ya tenía un plan.
El encuentro no debía parecer planeado. Ese era el arte de la manipulación: hacerlo tan perfecto que ni la víctima ni los observadores sospecharan nada.
Esa noche, de vuelta en mi apartamento, repasé mentalmente la información que había reunido. El edificio de Gabriel. La universidad. La librería. Había suficiente material para empezar.
Me recosté en la cama sin apagar la luz, con los ojos fijos en el techo. La mente trabajando como un mecanismo preciso, encajando piezas invisibles. Podía verlo en mi cabeza: él, sonriendo al creer en la casualidad, bajando la guardia. Todo lo que debía hacer era estar en el lugar correcto, en el momento exacto.
No será un accidente, Gabriel. Será un regalo que yo misma fabrico para ti.
Dos días después, caminaba por la calle donde estaba la librería. Fingiendo curiosear los escaparates, aunque ya sabía exactamente hacia dónde iba. Había pasado la mañana frente a la cafetería cercana, observando. No necesitaba entrar: simplemente esperaba.
Y, como si hubiera obedecido a mi llamada silenciosa, Gabriel apareció. Reconocí su paso, la forma en que su cabello se agitaba con el viento, el ligero encorvamiento de los hombros al cargar la mochila.
Sentí un cosquilleo de triunfo.
Esperé con distancia hasta que él, tal como había previsto, entró a la librería. Entonces, con calma estudiada, crucé la calle y lo seguí
El interior olía a papel nuevo y café recién hecho. La librería tenía un pequeño espacio de lectura en la parte trasera, con sillones y mesas. Gabriel se dirigió directo a los estantes de narrativa contemporánea.
Caminé por otro pasillo, dejando que el tiempo se estirara. Tomé un libro cualquiera, lo hojeé sin leer. Fingiendo distracción, pero en realidad calculaba.
Cuando sentí que era el momento justo, doblé la esquina del pasillo y me “tropecé”. El libro cayó de mis manos al suelo con un golpe seco.
Gabriel, que estaba apenas a un metro, levantó la vista.
—¿Todo bien? —preguntó, inclinándose instintivamente para ayudarme a recogerlo.
Me agaché al mismo tiempo, logrando que nuestras manos casi se rozaran al tocar la portada del libro. Elevé la mirada con la sonrisa tímida que había practicado frente al espejo la noche anterior.
—Oh… ¿Otra vez tú? —dije, fingiendo sorpresa.
Él parpadeó, intentando ubicarme. Y entonces en sus ojos apareció el reconocimiento.
—La chica de la cafetería.Y de la universidad, pero no importa.
—Sí —respondí, como si la coincidencia me resultara graciosa—. Parece que el universo conspira.
Gabriel sonrió, ese gesto cálido que parecía venirle natural.
—Quizás no quiere que nos perdamos.Oh cariño, no tienes ni idea.
Nos incorporamos al mismo tiempo. Sostuve el libro contra mi pecho, como si aún me sintiera algo torpe por el accidente.
—¿Vienes mucho por aquí? —pregunté, con tono ligero, como si no me importara demasiado la respuesta.
—De vez en cuando —contestó él—. Me gusta leer.
Incliné la cabeza hacia un lado, fingiendo curiosidad.
—¿Qué lees ahora?Gabriel mostró el libro que llevaba en la mano: una novela clásica, edición de bolsillo.
—Nada demasiado emocionante.Reí suavemente.
—Si no fuera emocionante, no lo leerías.Él me miró por un segundo más de lo necesario. Sentí la chispa, y supe que había acertado con mis palabras.
Hablamos un rato, intercambiando comentarios sobre autores y lecturas. No mentía del todo acerca de mi interés por los libros —había leído algunos de los libros que mencionaba—, pero moldeaba la conversación para coincidir con él, para reflejar sus intereses. La técnica del espejo. Gabriel no tenía forma de notarlo: cuando alguien se siente comprendido, baja la guardia con facilidad.
Finalmente, él consultó el reloj.
—Debo irme. Tengo clase en media hora.Bajé un poco la mirada, con un gesto de resignación perfectamente calculado.
—Claro, no te entretengo más.Él dudó un instante antes de sonreír otra vez.
—Bueno… quizás te vea otra vez por aquí.—Quizás —respondí, sin emoción aparente, aunque por dentro un estremecimiento de euforia me recorría el cuerpo.
Lo observé marcharse, con una mezcla de satisfacción y hambre ardiendo en mi pecho. Había sembrado la semilla. Ahora solo tenía que regarla con cuidado.
Ya no soy una desconocida para ti, Gabriel. Ahora soy un rostro que recuerdas. Un nombre vendrá después. Y luego, seré todo lo que mires.
Salí de la librería minutos más tarde, disfrutando del calor del sol. El mundo se sentía distinto, más nítido, como si cada detalle brillara porque Gabriel existía en él.
Mientras caminaba hacia mi casa, repasaba la escena una y otra vez. Clasificando cada gesto, cada palabra, cada mirada de Gabriel, como un coleccionista de mariposas que ordena con precisión sus piezas más valiosas.
Sabía que pronto habría un tercer encuentro. Esta vez también sería “casual”. Pero más adelante, cuando él ya no pudiera ignorar el patrón, cuando empezara a creer en esa suerte mágica de encontrarse, entonces sería él quien buscaría más.
Y estaría lista para recibirlo.
El arte de la obsesión es la paciencia. Y yo tengo toda la paciencia del mundo.







