Mundo ficciónIniciar sesiónLa investigación había rendido frutos. Ya sabía en qué facultad estaba: Letras. Y no era estudiante, sino tutor de quienes estaban elaborando su tesis final. Eso explicaba el cuaderno de notas, las visitas a la librería, la manera en que sus frases parecían meditadas antes de salir de sus labios. También era nuevo en la ciudad, por eso no lo había reconocido antes. Comenzó este semestre para sustituir al anterior tutor que, al parecer, se inclinaba mucho por el contacto físico con sus estudiantes mujeres. Todo un escándalo que mantuvieron en secreto para el resto de la universidad, pero no para mis dotes informáticos.
Gabriel era un hombre de palabras, toda su vida entera desplegada en cuatro hojas de informe académico fue suficiente para entender que él era la llaver que abría la mente de cualquiera.
Pero yo quería más que su mente. Lo quería completo.
La rutina de vigilarlo se había convertido en algo natural. Tres veces por semana, me hacía presente en los alrededores de la facultad, nunca demasiado cerca, siempre mezclada entre estudiantes que salían y entraban. Observaba sin llamar la atención, con un libro en las manos o los auriculares puestos, fingiendo indiferencia.
Lo había visto charlando con sus estudiantes, riendo a medias, inclinándose hacia adelante cuando alguien decía algo interesante. Lo miraban más de lo que él los miraba, lo seguían más de lo que él guiaba. Esa cualidad invisible, esa fuerza suave, me fascinaba e irritaba al mismo tiempo.
Eres demasiado generoso con tu energía, Gabriel. Demasiada gente recibe lo que debería ser solo mío.
Cada detalle lo anotaba todo en un cuaderno que llevaba en el bolso. Fechas, horas, gestos. Incluso pequeños dibujos de la posición en que lo había visto sentado o parado, como si fueran mapas de un territorio recién descubierto. No dejaba nada al azar.
Una tarde, mientras lo seguía a una distancia prudente, noté algo distinto. Gabriel salió de clase y no se reunió con sus compañeros. Caminó solo, directo hacia una calle lateral poco transitada. Curiosa, apuré el paso para no perderlo.
Lo ví detenerse frente a un escaparate vacío, un local cerrado con los vidrios empolvados. Gabriel se quedó allí un momento, como si estuviera observando su propio reflejo. No había nadie más alrededor.
Me escondí detrás de un poste de luz, intrigada. Él no parecía esperar a nadie. Simplemente permaneció quieto, con la mirada fija, el rostro en calma. Pero había algo en esa quietud que no encajaba con su naturaleza cálida. Era demasiado… calculada.
De pronto, giró la cabeza, como si hubiera escuchado un sonido detrás de él. Sus ojos barrieron la calle. Contuve el aliento, clavada en mi escondite. Por un segundo, creí que me había visto. Pero luego él siguió caminando, como si nada.
Mi corazón martilleaba fuerte dentro de mi pecho ¿Fue eso un reflejo? ¿O realmente sabes mirar cuando nadie más lo hace?
Negué, obligándome a sonreír. Era imposible. Gabriel era todo bondad, todo transparencia. Lo que había visto era apenas un lapsus, un instante de distracción. No podía ser otra cosa.
Aun así, su imagen se quedó grabada en su mente: Gabriel, quieto frente a un vidrio sucio, observando su propio reflejo como si estudiara a un desconocido.
Esa noche volví a escuchar la grabación que había hecho. No podía verlo siempre, pero podía tener su voz. Había logrado capturarla con astucia: en la librería, cuando hablamos, había activado el micrófono del teléfono, y cada palabra de Gabriel había quedado registrada.
Rebobiné una y otra vez la frase que más me gustaba:
—Quizás te vea otra vez por aquí.Era un sonido grave, que erizaba los vellos de mi cuerpo. Cerré los ojos y dejé que su voz llenara mi cabeza.
En ese trance, recordé la reacción de mis padres cuando el psiquiatra les habló de mi condición. La palabra “psicopatía” había sido como una mancha negra sobre la mesa, imposible de limpiar. Mi madre había llorado. Mi padre había apretado los labios, fingiendo firmeza. Pero yo había aprendido algo vital en ese momento: los demás siempre proyectaban sus miedos sobre palabras que no comprendían.
Años después, entendí que mi naturaleza no era un error. Era un don. Ver a Gabriel, seguirlo, estudiarlo… nada de eso era locura. Era precisión. Una precisión que ningún otro sería capaz de alcanzar.
—Te entiendo mejor de lo que nadie lo hará nunca —murmuré, acariciando la grabadora como si fuera un talismán.
La siguiente vez que lo ví fue en el campus, sentado en las escaleras de piedra frente al edificio principal. Tenía el libro abierto sobre las rodillas y la mirada perdida en las páginas. Lo observé desde lejos, escondida detrás de un grupo de estudiantes que reían a carcajadas.
Y entonces sucedió algo extraño.
Gabriel levantó la vista de repente, y sus ojos se dirigieron exactamente hacia donde estaba. Me quedé inmóvil entre la multitud. Era imposible que me distinguiera con claridad, pero por un instante sentí que podía hacerlo, que realmente me veía.
Luego, como si nada, volvió al libro.
Apreté los dientes. No estaba acostumbrada a esa sensación. Yo era la cazadora, la que miraba sin ser vista. Pero esa mirada fugaz me había inquietado.
¿Lo imaginé? ¿O tú también sabes observar?
Sacudí la cabeza. No. Gabriel era bueno, Gabriel era mío, Gabriel era la presa. Lo que había visto eran coincidencias, ilusiones. Tenía que ser así.
Tomé la decisión de que el próximo encuentro debía ser impecable. Había jugado con la casualidad dos veces. La tercera debía consolidar el vínculo.
Lo perseguí de nuevo hasta la librería, pero esta vez no entré. Preferí observar desde la acera contraria. Gabriel salió con otro libro bajo el brazo, caminando con paso tranquilo. En ese momento, noté algo extraño: no caminaba con prisa, como siempre. Sus movimientos eran fluidos, equilibrados, casi demasiado conscientes.
Como ver a alguien que medía cada paso, cada respiración.
Fruncí el ceño porque lo había visto antes, en esa calle lateral, mirándose en el vidrio. Esa calma que parecía de meditación, pero que tenía algo más.
Apreté el libro que llevaba en la mano.
—Eres distinto, Gabriel. No como los demás. Y eso me gusta aún más.Giré dispuesta a desaparecer antes de que él pudiera notar mi presencia. Ya había decidido: el tercer encuentro no sería en una librería ni en la cafetería. Sería en su terreno: la universidad. Allí donde él se sentía cómodo. Lo iba a sorprender.
Y esta vez, él no podría ignorar la coincidencia.
Esa noche, en mi apartamento, observé mi cuerpo en el espejo durante mucho tiempo. Delgado pero musculoso, aunque nunca ejercitaba. Levanté mis senos, mirando a detalle su forma y cuestionando si Gabriel se sentiría atraída por ellos. Porque ese pensamiento nunca dejaba mi mente desde que lo ví. En algún encuentro él querría algo físico, era su naturaleza. Y la naturaleza de ella era satisfacerlo para que ella estuviera satisfecha de que era quién controlaba sus emociones, incluso las sexuales. Todavía era pronto para ese acercamiento pero debía tener todo calculado con anticipación. Había leído cientos de novelas donde ese tipo de encuentros podían ocurrir esporádicamente, así que debía anticiparse.
Además, ensayé mis sonrisas en el espejo, quería parecer tierna y honesta con mis expresiones. Regulé mi tono de voz y mis miradas, para no hacerlas tan intensas. Desde pequeña, cuando fijaba la vista en un objeto parecía en trance porque no parpadeo demasiado. Por lo que practico una y otra vez observando cada detalle y anotando mentalmente cuánto debo parpadear para no parecer anormal. Todo esto no era vanidad. Era preparación. Mi rostro es mi instrumento, y debía sonar afinado en cada encuentro.
Recordé lo que había sentido cuando él levantó la vista hacia mí en las escaleras. Esa chispa incómoda, esa duda y decidí convertirla en ventaja. Si Gabriel había notado mi presencia, si empezaba a reconocerla, mejor. Así pensaría que el destino jugaba a su favor.
—Pronto —murmuré, acariciando la superficie fría del espejo—. Muy pronto ya no tendrás que imaginarme. Estaré en tu vida como si siempre hubiera pertenecido a ella.
El reflejo me devolvió una sonrisa que no tenía nada de cálida.
El campus estaba lleno de estudiantes que acababan de terminar sus clases y yo caminaba entre ellos con los auriculares colgando del cuello, el libro bajo el brazo y mis ojos escaneando cada rostro, cada gesto, buscando el momento exacto.
Sabía que Gabriel estaba allí. Había investigado sus horarios, las rutas que tomaba para evitar a los grupos más grandes. Todo estaba planeado. Y si algo salía mal, podía retirarme sin dejar rastro, esperando otra oportunidad.
Pero todo salió según lo previsto.
Lo ví al final del pasillo principal, junto a la entrada de la facultad. Estaba solo, apoyado en un pilar, hojeando un cuaderno. Al percibir mi presencia, levantó la mirada y, por un instante, nuestros ojos se encontraron. Sentí un escalofrío, mezclado con la emoción de la victoria.
Ese vistazo… no podía haber sido casual. Pero tampoco importa. Yo controlo lo que él cree casual.
Fingí tropezar ligeramente con la mochila de otro estudiante, levantando la vista con expresión de sorpresa. Gabriel dio un paso hacia ella, como si respondiera al “accidente”.
—¿Estás bien? —preguntó con su tono habitual, cálido y tranquilo.
Asentí con la cabeza, dejando escapar un suspiro fingido.
—Sí, gracias… Me distraje.Él sonrió, y esa sonrisa fue suficiente para sentir su pulso acelerarse. No era solo atractivo; era magnético. Cada gesto parecía atraer a todos a su alrededor, pero a mi me pertenecía en exclusiva, aunque él aún no lo supiera.
—Ya es nuestro tercer encuentro ¿Vienes mucho por aquí? —preguntó Gabriel, con la ligereza que parecía natural para él.
—De vez en cuando —contesté, apoyándome contra un muro cercano, controlando cada movimiento, cada respiración—. Tengo que revisar algunos libros para un proyecto.
—Qué coincidencia —dijo él, encogiéndose de hombros—. Yo también tengo trabajo pendiente.
El tono casual no me engañó. Sabía que no era coincidencia; todo lo que estaba ocurriendo había sido cuidadosamente diseñado. Cada paso, cada gesto, cada “accidente” que la acercaba a él era un cálculo preciso.
Nos quedamos un momento en silencio, pero no un silencio incómodo. Era un silencio lleno de intención, donde ambos podíamos leer la actitud del otro sin palabras. Noté que él me observaba con atención, midiendo algo que no podía descifrar. Esa mirada era demasiado intensa para ser casual, pero decidí ignorarla.
Estás imaginando cosas. Él no sabe. Todavía no sabe.
Decidí romper la pausa.
—¿Qué lees normalmente? —pregunté, intentando sonar relajada.Gabriel levantó el libro que sostenía, mostrando la portada.
—Una mezcla de historia y literatura contemporánea. Me gusta variar.Asentí interesada.
—Yo también. Me gusta conocer distintos estilos… distintos puntos de vista.Él inclinó la cabeza, mirándome de cerca.
—Eso tiene sentido. Saber ver desde diferentes perspectivas ayuda más de lo que parece.Sonreí. Cada palabra era un puente, cada gesto una cuerda que me acercaba más a él. Mientras hablábamos, noté algo inquietante: Gabriel no solo respondía a mis estímulos; sino que parecía anticiparse a ellos, ajustando su tono, sus pausas, incluso la forma en que la miraba.
No importa. No importa. Aun así, yo decido el juego.
La conversación continuó mientras caminábamos hacia el patio central. Gabriel escuchaba con atención, rascando el libro entre las manos, inclinándose hacia mí cuando hablaba, como si mis palabras fueran lo único que valiera la pena en ese momento. Registré mentalmente cada detalle: la posición de su cuerpo, la frecuencia con la que jugaba con el bolígrafo, cómo sus ojos parecían medir cada sílaba.
Aun así, había momentos en que algo parecía diferente. Como cuando nuestras miradas se cruzaban y sentía que él evaluaba más de lo que decía. No era desconfianza, ni hostilidad; era como si su mente trabajara más rápido que sus gestos.
Nos acercamos a una fuente de agua en el patio y fingí mirar mi teléfono. No estaba revisando mensajes; estaba estudiando su reacción. Él, mientras tanto, no me quitaba la vista. Cada movimiento de su cabeza, cada sonrisa mínima, cada pausa, era un mapa que leía y anotaba en mi memoria.
—Es curioso encontrarnos otra vez —dijo Gabriel de repente, rompiendo el silencio—. Parece que el destino insiste en jugar con nosotros.
Sonreí ligeramente, manteniendo la expresión de sorpresa casual.
—Sí… El destino parece tener buen gusto —respondí, dándole a entender que me atraía.Gabriel rió suavemente.
—O tal vez alguien nos esté guiando sin que lo sepamos.Fruncí ligeramente el ceño. Esa frase podría interpretarse de muchas maneras. Por un instante, sentí un escalofrío que recorrió mi espalda. Él hablaba con ligereza, pero había algo en su mirada que sugería comprensión más allá de las palabras.
No, no, no… todo está bajo control. Solo una ilusión. Él no sabe. Todavía no sabe.
Pasamos por una pequeña cafetería del campus y, como quien no quiere la cosa, sugerí entrar. Gabriel aceptó con naturalidad. Tomamos café, y la conversación se deslizó hacia temas triviales: “mi trabajo”, su trabajo y el proyecto en el que Gabriel trabajaba. Pero noté algo extraño: él parecía evitar contar detalles de su vida personal, desviando hábilmente la conversación cada vez que ella intentaba profundizar.
No era un error; era cálculo. Y eso me irritó y fascinó al mismo tiempo. No importaba realmente, esa información puedo encontrarla desde mi computadora, pero me molestaba. Hasta ahora, había creído que podía controlar la narrativa, que todo lo que sucedía dependía de mí manipulación. Pero Gabriel no era solo parte de la escena; también era actor, con su propio guión.
Aun así, me mantuve en control. Con mi sonrisa perfecta, mi tono ligero y mi mirada medida. Para que él se sintiera cómodo y confiado. Quería que él creyera en la magia de los encuentros casuales, sin darse cuenta de que yo los había creado con precisión quirúrgica.
Al final, cuando nos despedimos, él me miró a los ojos un segundo más de lo necesario. No dijo nada extraño, solo sonrió y continuó su camino hacia la universidad.
Me quedé en la puerta de la cafetería unos segundos, observando cómo desaparecía entre la multitud. Mis manos se sentían frías, mi respiración controlada, pero por dentro algo vibraba: la emoción, el control, la certeza de que este juego apenas comenzaba.
Pronto —susurré—. Muy pronto sabrás que siempre he estado un paso adelante. Y aún así, desearás que sea diferente.
El juego apenas comienza —pensé—, y nadie saldrá ileso.
Como cada día, decidí seguirlo inmediatamente después de que se fue. Sabía por sus horarios que volvería a su casa y quería asegurarme de que así fuera. Que no tuviera intención de cambiar su rutina y menos, encontrarse con alguien más. Desde que mis ojos lo vieron, era mío. Solo mío. Nunca me gustó compartir mis cosas y Gabriel no iba a ser la excepción.
Detrás de él, a unos metros de distancia, lo miré detenerse frente a su casa y sacar un cigarrillo.
Algo inesperado dentro de todo lo esperado. En los días que llevaba vigilando jamás fumó nada, pero ahora, sintió la necesidad del pequeño placer que genera la adicción. Y en diez caladas terminó su vicio.
Tiró el cigarrillo al suelo y lo pisó para apagar el fuego que quedaba en él antes de entrar al complejo.
Esperé el tiempo suficiente para asegurarme de que ya había ingresado a su casa antes de acercarme y levantar la colilla que dejó. La olí y aún quedaba algo del dulce matiz de su perfume. Saqué una bolsita hermética de mi bolso y guardé este regalo. Desde nuestro encuentro en la cafetería tenía bolsitas ziplock para recolectar cualquier cosa que haya estado en sus labios.
Miré hacia todos lados asegurandome de que nadie me había visto y ajustando mi chaqueta emprendí el viaje hasta mi casa. No sin antes darle un último vistazo a la ventana que pertenecía a su departamento.
Buenas noches, amor







