Mundo ficciónIniciar sesiónEl sol entraba por la ventana de mi pequeño apartamento, filtrándose entre las cortinas y dibujando líneas doradas sobre el suelo. La ciudad comenzaba a despertarse, y conmigo, los ruidos familiares de mis vecinos y el tráfico distante. Preparé mi café con la precisión de quien sigue un ritual aprendido, no por necesidad, sino por costumbre. Mi vida era ordenada, meticulosa, casi silenciosa; cada gesto medido, cada movimiento calculado, aunque no por obsesión con nadie, sino por el gusto de tener control sobre lo que me rodeaba.
Tenía parte de la mañana libre así que decidí realizar una caminata matutina por la universidad ya que vivía en un pueblo universitario. No era estudiante, pero obtenía mis ganancias por ellos. Ésta generación no quería mover un dedo por nada y preferían pagar mucho dinero a cambio de ahorrarles el esfuerzo. Mi dotes informáticos eran claves para ello. Me dedicaba a venderles cualquier tipo de material, reporte, ensayo, tesis y hasta prueba que necesitaran. Además de que era excelente con documentos falsos y una hacker profesional.
Ganaba muy bien, así que no veía la necesidad de convivir en otros ambientes laborales que solo estimulaban mi conducta. Llevaba una larga racha sin involucrarme o estimular mis hábitos.
Esta mañana sentía la necesidad de despejar la mente y relajar. Caminé por calles conocidas, saludando con un gesto automático a los vecinos que encontraba y observando la rutina cotidiana: niños corriendo hacia la escuela, comerciantes abriendo sus locales, y la multitud de estudiantes dispersándose entre edificios y cafeterías. Disfrutaba de la sensación de anonimato, mezclándome con el entorno sin que nadie notara mi presencia, como un observador invisible.
Paré frente a una cafetería para observar un escaparate que mostraba pasteles recién horneados. Mis dedos rozaron la barra de la ventana mientras miraba con hambre los colores de las tartas y la forma perfecta de los macarons. Era un pequeño placer cotidiano: la belleza en lo simple, en lo ordenado, en lo predecible.
Y entonces, LO VÍ.
Él.
Entró en la cafetería sin prisa, con la mochila al hombro y un cuaderno bajo el brazo. Su presencia no alteró el mundo a su alrededor, pero yo sí lo noté inmediatamente. No por un instinto especial, sino porque algo en su manera de moverse, en la calma con la que parecía existir, sobresalía entre la multitud. No era guapo en un sentido ostentoso; tenía un atractivo sutil, un magnetismo que no podía ignorar. Cabello negro y recortado perfectamente, como si acabara de pasar por la peluquería, pero sabía que no era así por los rizos sobre su frente, ligeramente revueltos, como si pasara su mano varias veces por ellos. Su saco, azul oscuro, ostentoso en apariencia, junto a unos pantalones beige y buzo de lana claro emanaba vibras de inglés.
Y así, solo así comenzó.
El sentimiento inesperado: la punzada de curiosidad, un interés que no había experimentado antes. No sabía quién era, no sabía nada sobre él, pero su presencia resonó como un pequeño eco que no podía borrar. Me quedé allí, observando desde detrás del escaparate, viendo cómo él pedía un café y se dirigía a una mesa cerca de la ventana.
—¿Quién eres? —murmuré.
Caminaba por esta zona todos los días y reconocía a cientos de personas que seguían su rutina. Jamás olvidaba un rostro y el suyo, era nuevo en este lugar.
Decidí entrar, impulsada por una mezcla de curiosidad y un deseo inconsciente de acercarme a ese desconocido. Pedí un café y, por casualidad, me senté en la mesa contigua. No tenía un plan; no había intención, salvo la coincidencia que me había colocado allí. Y eso era un quiebre en mi rutina. Lo inesperado.
Fingí hojear un libro que llevaba en la mochila, lanzando de vez en cuando miradas discretas hacia él. Observaba la forma en que sostenía la taza, cómo su mirada recorría el cuaderno, cómo parecía sumergido en su propio mundo. Algo en la naturalidad de su comportamiento, en la manera en que no buscaba destacar pero aun así parecía captar la atención, me generó una fascinación silenciosa.
¿Por qué me intriga tanto?. Era una pregunta sin respuesta, pero me hizo sentir un extraño cosquilleo, un interés que no había experimentado antes. Cada pequeño gesto suyo parecía importante, cada detalle digno de observar.
Cuando se levantó para irse, sentí ansiedad, un vacío inesperado. La presencia que no sabía que me importaba ahora dejaba un rastro. Sin planearlo, sin siquiera entenderlo del todo, me encontré deseando verlo de nuevo. Ese simple encuentro casual, tan breve y fortuito, había plantado una semilla que no tardaría en germinar.
En cuanto se fue, esperé unos minutos y salí de la cafetería con la sensación de haber perdido algo, aunque no podía definir qué. Mi paseo matutino continuó, pero la ciudad parecía diferente, más interesante. Cada rostro que cruzaba, cada gesto que observaba, parecía adquirir un nuevo significado. Mi atención, antes dispersa y neutral, se había concentrado sin darme cuenta, en él.
Por la noche, luego de entregar todos los trabajos de esa semana, reviví el encuentro una y otra vez en mi mente. No era una obsesión todavía; era fascinación. Curiosidad. Pero la línea que separa la fascinación de la obsesión era frágil, y sabía que no tardaría en cruzarla.
Tal vez lo vuelva a ver, pensé, con una mezcla de anticipación y extraña certeza.
Y sin darme cuenta, ese pensamiento marcó el inicio de algo que cambiaría mi rutina, mi mundo y mi forma de ver la vida misma.
Al día siguiente, desperté con el recuerdo del encuentro anterior fresco en mi mente. No había planificado pensar en él, pero su presencia se filtraba en todos mis pensamientos, como un hilo invisible que tiraba de mi atención sin que pudiera evitarlo. Me senté frente a la ventana con una taza de café caliente y dejé que la luz del sol iluminara mi rostro mientras repasaba mentalmente cada detalle: la manera en que él sostenía la taza, cómo inclinó la cabeza al mirar el cuaderno, la forma en que sus ojos parecían seguir su propia línea de pensamiento.
No era amor, ni siquiera atracción. Era algo más fino: interés, curiosidad, fascinación. Pero una fascinación que, sabía, podía convertirse en algo mucho más intenso si le permitía crecer.
Decidí salir a caminar nuevamente por las calles cercanas a la universidad. Mi rutina seguía siendo la misma: pasos medidos, mirada neutral, actitud que no llamara la atención. Sin embargo, algo había cambiado. Cada rostro que cruzaba, cada gesto que observaba, adquiría un matiz distinto, más interesante, más digno de atención. Mi mente evaluaba las probabilidades, calculaba los posibles caminos del día, pero ahora una persona dominaba mis pensamientos: Él
Entonces, lo que anticipé al salir a caminar, ocurrió
Caminando hacia la biblioteca, vi a lo lejos la silueta de él entrando en el campus. Mi corazón dio un pequeño salto. No había planeado verlo hoy; no había planeado acercarme. Pero el simple hecho de que apareciera desencadenó un impulso de curiosidad que no pude ignorar.
Me oculté detrás de un árbol, observando cómo él caminaba con paso tranquilo entre los estudiantes. Cada movimiento suyo parecía natural, casi despreocupado, pero yo lo interpretaba como una coreografía perfecta, digna de ser estudiada. Él no parecía notar mi presencia, y eso me hizo sonreír levemente: la emoción de observar sin ser detectada era una sensación que no tenía comparación.
Debo entenderlo. Debo conocer cada gesto, cada hábito. Todo lo que hace, todo lo que es… me pertenece, aunque él aún no lo sepa.
Mi paseo continuó, manteniendo una distancia prudente. Cada vez que él se detenía a revisar algo en su cuaderno o miraba alrededor, ajustaba mi posición, asegurandome de que no pudiera verme. Observaba el patrón de sus movimientos, la dirección de su mirada, incluso la velocidad con que respiraba en los momentos de concentración. Cada detalle guardado en mi mente, un mapa invisible de su presencia.
Y entonces ocurrió algo inesperado: un pequeño accidente casual.
Un estudiante frente a mí, tropezó con su mochila, desviando ligeramente mi línea de visión. Dí un paso a un lado, y por un instante, él levantó la vista y sus ojos se encontraron con los míos. Fue un vistazo breve, pero suficiente para que una chispa se encendiera en mi interior.
—¿Estás bien? —preguntó, con una voz cálida que parecía acariciar las palabras.
Apenas pude contener el pulso acelerado. Asentí con la cabeza, esbozando una sonrisa ligera y medida.
—Sí… gracias —contesté, como si la situación no tuviera mayor importancia.No hubo más palabras. No era necesario. La conexión había comenzado de forma casi imperceptible, y sin embargo, el simple hecho de que él me hubiera notado era un triunfo silencioso. Esa breve interacción me dio una certeza: había comenzado algo, algo que podía moldear, dirigir y controlar.
Decidí continuar mi paseo, pero esta vez con un propósito más definido. Cada giro, cada cruce de calle, cada pausa, estaba pensado para encontrarnos de nuevo. No era manipulación descarada; era la primera fase de un juego que apenas empezaba.
Mientras caminaba, reviví cada pequeño gesto, cada detalle que había observado. Comenzando a trazar diferentes escenarios posibles: ¿cómo reaccionaría si me sentaba cerca de él en la cafetería? ¿Y si lo saludaba con naturalidad como si se conocieran? Cada uno era un experimento y lo analizaba con precisión matemática.
Al llegar a la biblioteca, me detuve a mirar los libros en el escaparate. Desde allí podía ver la entrada principal del campus y, con suerte, el camino hacia la cafetería de siempre. Entonces lo ví otra vez. Con el cuaderno bajo el brazo, caminando con paso tranquilo hacia la cafetería.
Sentí un escalofrío. No era casualidad, no podía serlo. Mi mente empezó a organizar los próximos pasos. Nuestros encuentros debían parecer fortuito, pero cuidadosamente calculado.
Corrí hacia la cafetería porque estaba más cerca que él y debía llegar primero para no levantar sospechas. Si él entraba y me veía allí, no podría pensar que estaba siguiéndolo. Apresuré mi paso y entré rápidamente, pidiendo un café negro para que lo entregaran rápido. Ni siquiera me gustaba el café negro, pero no podía desperdiciar el tiempo. En treinta segundos me entregaron el café, pagué y me senté deprisa en una pequeña mesa junto a la ventana.
El murmullo de la cafetería era suave, casi hipnótico: cucharillas chocando contra las tazas, voces bajas, el sonido constante de la máquina de espresso. Saqué el celular fingiendo revisarlo cuando en realidad observaba a todos, esperando…
Entonces lo ví.
Él entró con una sonrisa ligera, de esas que parecen iluminar un lugar sin esfuerzo. No era extraordinario en apariencia —ni el más alto, ni el más fuerte, ni el más elegante—, pero había una calidez en su gesto que logró desarmarme de inmediato. Lo primero que hizo fue ayudar a la camarera: ella dejó caer un vaso y él, rápido, se inclinó para recoger los trozos de vidrio, tranquilizándola con un “no te preocupes, a cualquiera le pasa”.
Lo observé detenidamente. La gente amable siempre me desconcertaba; para mí, la mayoría de los rostros estaban vacíos, pero el suyo…parecía lleno de vida.
Ese hombre brilla demasiado para este mundo podrido. Y lo quiero para mí.
Acomodé mi cuerpo en la silla, sin apartar la mirada de él. Detalles. Siempre debía registrar los detalles. Tenía un reloj plateado en la muñeca izquierda, gastado en la correa; usaba el mismo tipo de camisa blanca que, por el leve pliegue en la tela, no era nueva. Sus dedos eran largos, de pianista, aunque el callo en la mano derecha sugería esfuerzo físico. Tomó un cuaderno de notas de su mochila y comenzó a escribir con letra pequeña y rápida mientras esperaba su bebida.
Entrecerré los ojos. ¿Profesor, estudiante, escritor? No importaba. Me enteraría pronto.
Mi corazón dio un salto cuando él se levantó para tomar su orden. Pasó cerca de mi mesa y, por un instante, nuestras miradas se cruzaron.
—Perdón —dijo él, con esa cortesía innata que parecía brotar de cada palabra—. ¿Está ocupado este asiento?
Tardé una décima de segundo en reaccionar, aunque por dentro ya había ensayado la respuesta.
—No, adelante -sonreí.
Él dejó su mochila en la silla contigua y me regaló otra sonrisa, breve pero devastadora.
Apreté las uñas contra mis piernas. No me recordaba. Excelente. La adrenalina era deliciosa. No todos los días el destino te entregaba en bandeja a tu próxima obsesión.
¿Cómo puede ser tan fácil? El universo me lo pone delante y él ni siquiera sospecha. Pobrecito…
Él hojeó su cuaderno y suspiró con gesto concentrado. Incliné un poco la cabeza, fingiendo curiosidad.
—¿Escribes? —pregunté, como si fuese un comentario casual.
Me miró, sorprendido de que alguien mostrara interés.
—Más bien anoto cosas… ideas, pensamientos. Nada importante.Ya me estás abriendo la puerta, amor, pensé, conteniendo una sonrisa.
—Eso suena importante —respondí en voz baja—. Los pensamientos son lo que más vale la pena guardar.
Él rió suavemente y asintió, como si estuviera de acuerdo.
Su móvil sonó y noté como un mensaje había entrado y de reojo leí lo que decía
“Gabriel, ¿dónde estás? El grupo te espera”
Su boca realizó una mueca y guardó su libreta nuevamente en la mochila. Ni siquiera pudimos conversar pero no importaba. Lo esencial ya estaba hecho. Su imagen, su voz, sus gestos, todo quedó grabado en mi mente con precisión quirúrgica. Y cuando se levantó para marcharse, con una disculpa amable y una última sonrisa, bajé la mirada al celular para no delatarme.
Y lo seguí hasta que cruzó la puerta.
Al salir de la cafetería unos minutos después, guardé en el bolsillo la servilleta que había tocado él, arrugada y con un leve rastro de café. Un trofeo.
El viento fresco me golpeó el rostro camino a casa pero apenas lo noté. Ya tenía un nuevo proyecto. Y los proyectos eran lo único que hacía que la vida valiera la pena
Esa noche, en mi apartamento, reviví cada momento del día. La emoción de los encuentros, la chispa de curiosidad, la sensación de que podía influir en la percepción de Gabriel sin que él lo supiera… todo formaba un cuadro que mantenía mi mente despierta.
Esto apenas comienza, pensé, mirando el reflejo de mi rostro en la ventana. Y nadie sospecha que ya estoy jugando.
Y así, de un encuentro casual, nacido de la rutina de la ciudad y la vida cotidiana, comenzó una historia de obsesión. Todavía no lo sabía, pero su fascinación se iba a convertir en un juego complejo, metódico y peligroso.
No lo sabes aún Gabriel…pero ya me perteneces







