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Capítulo 6 "Grietas en la máscara"

Capítulo 6 “Grietas en la máscara”

Con el tiempo uno aprende a distinguir entre un gesto casual y un gesto que importa. Gabriel ya no se apartaba cuando nuestras manos se rozaban, no fingía sorpresa si yo me inclinaba demasiado hacia él, no esquivaba mis labios cuando lo buscaba para un beso. Todo eso tenía un significado: ya no estaba jugando, estaba cediendo. Estaba dejándose envolver.

Y yo lo disfrutaba con cada fibra de mi ser.

No había mayor satisfacción que sentir su mano recorriendo mi espalda mientras hablábamos en algún café, o que él me besara con un entusiasmo que intentaba contener, como si todavía creyera que debía ser prudente. Para mí, no había prudencia posible: esos besos eran pruebas, pequeñas victorias que acumulaba como trofeos.

Yo sabía que estaba enamorándose. ¿Cómo no hacerlo? Lo escuchaba, lo apoyaba, me mostraba siempre perfecta ante él. ¿Qué otra opción tenía más que rendirse?

Aunque, en los silencios, había algo que me irritaba.

Lo había investigado. Como siempre lo hacía con quienes me interesaban, pero con Gabriel fue más allá. Hackeé registros, repasé bases de datos, crucé información. Su vida estaba cuidadosamente documentada: universidad, mudanzas, algunos empleos menores. Pero había un lapso oscuro, como un borrón en la historia. Un par de años de los que no quedaba casi nada. Ni un rastro digital. Y yo sabía que eso no era casualidad.

Cada vez que pensaba en ese vacío, sentía una mezcla de fascinación y furia. ¿Qué ocultaba? ¿Por qué no podía tener acceso a esa parte de su vida? Nadie podía esconderme nada. Yo lo sabía todo, siempre. Pero él… él era distinto.

Lo enfrenté con delicadeza durante una de nuestras citas. Estábamos sentados en el césped de un parque, la tarde cayendo y el viento enredando su cabello. Apoyé mi cabeza en su hombro, jugando con sus dedos, besando el dorso de su mano como si fuera un ritual.

—Sabes que te conozco bastante ya, ¿verdad? —le dije en tono juguetón.

Él rió, bajando la mirada.

—¿Ah, sí? ¿Qué tanto?

Lo miré con picardía.

—Casi todo. Pero hay una parte de tu vida que no me cuentas nunca.

—¿Cuál? —preguntó, sin tensión visible, aunque yo noté la rigidez en la forma en que cerró un poco la mano.

—Tus primeros trabajos, tus comienzos. Siempre hablas de la universidad, de tus alumnos, pero… no de esos años. Me da curiosidad —dije, como quien habla de un detalle insignificante.

Él desvió la mirada hacia el cielo.

—No eran nada interesante. Trabajos aburridos, mal pagados, cosas que prefiero olvidar.

Sonreí dulcemente y lo besé en la mejilla.

—No me importa si eran aburridos, quiero saberlo igual. Quiero conocerte todo.

Él rió otra vez, besándome en los labios para acallar la conversación. Un beso largo, lento, con esa tensión contenida que yo adoraba. Su forma de besar era como un idioma secreto: cada caricia de su boca me decía “estoy cayendo más”.

Me dejé llevar un instante, hundiendo mis dedos en su cuello, atrayéndolo con más fuerza. Cuando nos separamos, respiraba con dificultad, y esa debilidad suya era mi victoria.

—Eres intensa —murmuró, con esa sonrisa que parecía una rendición.

—¿Eso es malo? —pregunté con fingida inocencia, acariciando su rostro.

—No… es hermoso.

Esa respuesta me llenó de electricidad. Porque sabía que lo pensaba en serio.

Nos quedamos un rato en silencio, él acariciándome el cabello y yo escuchando el ritmo tranquilo de su respiración. Pero mi mente no descansaba. Ese vacío en su vida seguía zumbando en mi cabeza como un insecto molesto. Había algo ahí, y lo descubriría. Aunque me besara, aunque me dijera que era intensa y hermosa, yo no me conformaba con mitades.

Lo besé otra vez, esta vez con más pasión, dejando que mi lengua rozara la suya con insistencia. Lo sentí corresponderme, cada vez más entregado. Su mano recorrió mi cintura, luego mi espalda, deteniéndose apenas en la curva de mi cadera.

Me separé apenas para susurrar contra sus labios:

—Me encanta cuando me miras así.

Él rió bajo, casi avergonzado.

—¿Así cómo?

—Como si fuera lo único en tu mundo.

No respondió, sólo me atrajo de nuevo hacia sí, besándome con una urgencia que lo traicionaba. Y yo lo supe: estaba perdido. Aunque aún me ocultara secretos, aunque intentara disimular, su cuerpo hablaba más claro que sus palabras.

Y yo sabría arrancarle cada verdad, tarde o temprano.

Nunca me había gustado esperar. Era una de esas sensaciones que me corroían por dentro y me recordaba lo molesta que podía ser la paciencia en ciertas ocasiones. Y sin embargo, allí estaba yo, con las manos entrelazadas en mi regazo, los labios aún tibios por los besos de Gabriel, obligándome a sonreír como si todo estuviera bien.

Su móvil sonó y él levantó el pequeño aparato para ver de quién se trataba. En cuando vislumbró la pantalla su cuerpo se tensó y con delicadeza me bajó de su regazo. Intenté mirar de reojo quien era pero no logré identificarlo. 

-Debo atender esto, nena. 

Asentí fingiendo desinterés y lo observé alejarse unos metros. Mi ansiedad subiendo a tope por mi mente, deseando poder estar detrás de él para oír con quién intercambiaba palabras que, por sus movimientos, no eran agradables. Si no estuviéramos en un lugar abierto como este parque, me acercaría para averiguar de qué se trataba.

Esperé paciente, como una buena novia, fingiendo lo interesante que era el pasto y la manta en la que estaba sentada. Treinta segundos después, los conté y parecieron eternos, volvió de esa llamada con la sonrisa más forzada que jamás le había visto. Una curvatura perfecta, pero hueca, como esas figuras de porcelana que parecen delicadas pero se quiebran al mínimo golpe.

—¿Quién era? —le pregunté suavemente, fingiendo despreocupación.

—Nada importante, trabajo. —Su respuesta fue seca, pero acompañada de un gesto que me desarmó: me acarició la mejilla con el pulgar como si necesitara asegurarme que seguía allí, conmigo.

Trabajo. Qué palabra tan absurda. No porque no pudiera tenerlo, era tutor,  sino porque yo había investigado cada rincón de su vida, y ese periodo… ese vacío entre su juventud y el presente… era un misterio insondable. Un borrón en el archivo perfecto que yo había compilado.

Me obligué a no insistir, al menos no de frente. Porque lo último que quería era levantar sospechas. Gabriel tenía que seguir viéndome como esa chica divertida, enamorada, que reía con cada una de sus historias. No como la mujer que ya había entrado en lo más profundo de sus secretos digitales.

—¿Seguro? —ladeé la cabeza, rozando con mis labios la comisura de los suyos—. Sonabas… distinto.

Él me observó en silencio durante un par de segundos. Ese silencio que me hacía temblar de anticipación, porque sentía que me analizaba, que sopesaba cuánto decir y cuánto callar. Pero al final, se inclinó y me besó, un beso dulce y lento que parecía más un desvío que una respuesta.

—Segurísimo —susurró contra mi boca.

Y yo lo dejé pasar. Porque a veces era mejor guardar las preguntas para cuando la información llegara por sí sola.

Esa noche, mientras caminábamos de regreso con nuestras manos entrelazadas. Yo notaba cada mínimo cambio en su postura, en cómo sus dedos apretaban los míos cuando su mente se iba demasiado lejos. Él trataba de disimular, pero yo ya había aprendido a leerlo.

Lo curioso era que, entre cada tensión y cada silencio, se colaba un gesto que me hacía creer que, pese a todo, yo estaba logrando lo que quería. Su mirada buscaba la mía con una ternura inesperada. Su risa —cuando yo hacía algún comentario trivial— sonaba auténtica. Y sus labios, cuando se inclinaba para besarme, ardían con una pasión que no podía ser fingida.

Él estaba cayendo, poco a poco. Y yo lo sentía.

Me detuve en medio de la calle, tirando de su mano.

—¿Qué pasa? —preguntó, sonriendo.

—Nada… —me mordí el labio, bajando la vista para fingir timidez—. Es que… no quiero que esto termine nunca.

Él me rodeó la cintura con sus brazos y me acercó tanto que pude sentir el calor de su pecho contra el mío.

—No va a terminar —dijo con voz grave, acariciándome la espalda.

El mundo desapareció cuando sus labios encontraron los míos otra vez. Me besaba con hambre, con una necesidad que me confirmaba todo lo que yo ya sospechaba: estaba dentro de él, bajo su piel. Y cada caricia suya, cada suspiro, me alimentaba como una droga peligrosa.

Me quedé pegada a su cuerpo más tiempo del necesario, fingiendo un suspiro dulce mientras por dentro repetía: eres mío, ya no podrás escapar.

Horas después, cuando me quedé sola en mi habitación, el silencio volvió a ser un eco incómodo. Saqué mi laptop y, con la velocidad de alguien que ha repetido mil veces el mismo ritual, volví a recorrer los archivos sobre él.

Fotografías, registros académicos, sus redes sociales… todo estaba allí y al mismo tiempo, nada. El mismo agujero permanecía intacto: esos años perdidos. Esa franja de tiempo en la que, misteriosamente, Gabriel no existía en ningún registro.

Me apoyé en el respaldo de la silla, exhalando con frustración.

—¿Qué escondes, amor? —susurré en voz baja, como si él pudiera oírme a través de las paredes.

La llamada volvía a mi cabeza una y otra vez. El tono en su voz, la forma en que su cuerpo se tensó como un resorte, esa mirada fugaz de incomodidad. Había alguien que aún tenía poder sobre él. Y si esa persona existía, significaba que había un pedazo de Gabriel que no me pertenecía.

Y eso era inaceptable.

Al día siguiente, nos vimos de nuevo. Él parecía normal, encantador, como siempre. Pero yo no podía dejar de observar cada detalle, buscando pistas en sus gestos, en su forma de hablar.

—Anoche soñé contigo —le dije de repente, mientras compartíamos un café.

—¿Ah, sí? —alzó una ceja, divertido—. ¿Y qué hacía en ese sueño?

—Me protegías. —Dejé que mis palabras fueran suaves, casi ingenuas—. Como si nada malo pudiera alcanzarme si estabas a mi lado.

Vi cómo su expresión cambiaba. Por un instante, la seriedad lo atravesó, como si esa frase le hubiera tocado en un lugar que él no mostraba fácilmente. Y entonces sonrió, tomándome de la mano.

—Eso es lo que quiero —respondió con firmeza—. Que sepas que conmigo estás segura.

Y ahí estabade nuevo el Gabriel que me obsesionó. Esa frase, ese gesto. Exactamente lo que yo necesitaba. Porque si él creía que era mi guardián, entonces me daría acceso a lo más profundo de su vida. Solo tenía que esperar el momento justo.

Lo miré a los ojos y sonreí con dulzura, aunque por dentro sentía la euforia crecer.

Ya caerás, Gabriel. Poco a poco, pero sin escapatoria. Porque yo no suelto lo que considero mío.

La llamada seguía siendo un fantasma entre nosotros, pero yo era paciente. Demasiado paciente cuando se trataba de obtener lo que deseaba. Y cada beso, cada caricia, cada palabra que él me regalaba, se transformaban en piezas de un rompecabezas que estaba dispuesta a completar.

Él no lo sabía aún, pero yo ya había tomado una decisión: descubriría qué ocultaba, aunque tuviera que quemar cada barrera en su vida.

Y lo mejor de todo era que, mientras lo hacía, él seguiría creyendo que era yo quien necesitaba de su protección… cuando en realidad, era al revés

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