El apartamento donde nos refugiamos esa noche era pequeño, apenas amueblado. Una mesa de madera gastada, un sofá con el tapiz descolorido y una cama que parecía demasiado grande para tanto silencio.
Sebastián dejó las llaves sobre la mesa y se quitó la chaqueta sin mirarme. Su sombra se proyectaba contra la pared, imponente, inalcanzable. Yo lo observaba desde la puerta, abrazándome a mí misma.
El nombre de Lucía seguía golpeando mi mente como un eco. Y aun así, mi cuerpo recordaba cada roce de horas atrás, cada beso que había abierto una puerta que no quería volver a cerrar.
—No tienes que quedarte —dijo de pronto, con voz grave—. Si dudas tanto de mí, puedo llevarte a otro sitio.
Me dolió escucharlo, como si me arrancara algo que ya me pertenecía.
—No es eso —respondí, apenas un susurro—. No dudo de lo que siento. Dudo de lo que escondes.
Sebastián levantó la cabeza. Sus ojos estaban oscuros, pero no había ira en ellos, sino cansancio. Caminó hacia mí despacio, como si temiera asus