El coche devoraba kilómetros de carretera, pero el silencio dentro era más ensordecedor que el rugido del motor. Yo tenía las manos entrelazadas sobre el regazo, tan frías que parecía que no me pertenecían.
—Sebastián… —repetí, más firme esta vez—. ¿Quién es Lucía?
No giró la cabeza. Sus ojos estaban clavados en el camino, como si las líneas blancas pudieran salvarlo de responder.
—No importa —dijo al fin, su voz baja, cortante—. Es pasado.
Mi corazón dio un salto incómodo.
—Pasado o no, Clara no lo mencionó al azar. Quiero saber.
—No, Ana. No quieres —replicó, encendiendo otro cigarrillo con manos tensas—. Hay cosas que te harían dudar incluso de lo que acabamos de vivir.
Lo miré incrédula.
—¿Y no es peor dejarme con la duda?
Sebastián soltó una risa amarga, casi ronca.
—La duda es un veneno lento. La verdad es un disparo. ¿Cuál prefieres?
Me quedé en silencio, con la garganta seca. Odiaba reconocerlo, pero sus palabras tenían filo. Parte de mí quería gritar que me diera la verdad de