El desafío

El desafío ES

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Última actualización: 2025-07-29
Asoiris Mendez 🪶  En proceso
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Resumen
Índice

Prólogo Alondra era una joven mujer de tierra firme, valiente y trabajadora. Desde muy joven aprendió que la vida en el campo no perdona la debilidad. Cuando su hermano enfermó y su padre ya no pudo más con el peso de la hacienda, ella tomó las riendas sin titubear. Con las manos curtidas y el corazón endurecido por las pérdidas, enfrentó peligros, sequías, traiciones… y el silencio de una tierra que solo responde a quienes la aman de verdad. La hacienda “La Esperanza” fue su refugio y su guerra. No creía en promesas ni en palabras bonitas. La vida le había enseñado a desconfiar. Hasta que un día llegó Carlos, un elegante ingeniero venido de la gran ciudad, con papeles en la mano y una reclamación inesperada: la mitad de todo aquello que Alondra había protegido con su alma. Pero el verdadero desafío no fue el litigio ni la tierra dividida. Lo fue él. Carlos también vino a reclamar su corazón, y con su mirada firme y su pasado oculto, hizo tambalear la fortaleza que Alondra había construido a su alrededor. Entre el rencor por el nuevo dueño y las heridas de un pasado que no terminaba de cerrar, Alondra se vio de pronto atrapada en una batalla inesperada. No solo debía luchar por su hogar… sino por no perderse a sí misma en los ojos de un hombre que, sin quererlo, empezó a desarmarla. ---

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Capítulo 1

Capítulo Uno: Bajo el Sol de Pueblo Chico

El sol caía como un látigo sobre la tierra agrietada. El polvo se elevaba bajo las pezuñas del ganado, que avanzaba lentamente por la llanura. Alondra, montada sobre su yegua mora, entrecerró los ojos para protegerse del resplandor. El calor era implacable, pero ella estaba acostumbrada. El trabajo del campo no perdonaba debilidades.

Suspiró al contemplar la vastedad de aquellas tierras que cinco años atrás eran apenas monte seco y abandono. Ahora, el verde reverdecía como un milagro bajo su cuidado. Alondra no solo había salvado la hacienda: la había transformado.

La Esperanza. Así se llamaba la propiedad que le había sido confiada cuando su padre cayó enfermo y su hermano tuvo que marcharse al extranjero a buscar tratamiento. Con apenas veinte años, ella tomó las riendas. Lo hizo sin pedir permiso, sin llorar, sin mirar atrás. Los primeros años fueron duros. Dormía poco, comía cuando podía y aprendió a manejar desde las cuentas hasta la arriería. Muchos pensaron que se rendiría. Pero no conocían a Alondra.

A sus veintiséis años, ya era una mujer fuerte, de carácter imponente, pero también con una belleza serena que no se doblegaba. Tenía ojos negros como noche sin luna y una voz firme, la misma que hacía callar a los capataces oponiéndose a su autoridad. Todos en Pueblo Chico la respetaban, y hasta los que la criticaban en secreto, no podían negar que había levantado un imperio de barro y sudor.

Pueblo Chico era, como su nombre lo anunciaba, un lugar diminuto donde todos se conocían, y cualquier secreto apenas duraba lo que un suspiro. Sus calles de tierra, las casas bajas con techos de zinc y patios de gallinas, eran testigos de una vida sencilla y a veces dura. Los hombres se dedicaban al cultivo y la ganadería. Las mujeres, en su mayoría, eran amas de casa que tejían, bordaban y asistían religiosamente a misa los domingos, vestidas con sus mejores galas.

Todas, menos las del bar de Juana.

El bar quedaba al final de la calle principal, con faroles de luz cálida y cortinas de terciopelo rojo que colgaban pesadamente de las ventanas. Desde la acera se escuchaban risas, copas tintinear y, a veces, los acordes de un viejo acordeón desafinado.

Las mujeres de Juana, como les decían, bailaban los domingos por la noche. Llevaban vestidos cortos, ceñidos, con escotes generosos y labios pintados de rojo. Eran jóvenes, algunas con historias tristes, otras con secretos aún más oscuros. Pero todas compartían el mismo destino: ser señaladas como las malas por el resto del pueblo.

Sin embargo, el bar de Juana era uno de los lugares más concurridos del pueblo. Hombres de todos los rincones —campesinos, comerciantes, incluso forasteros y bandidos— asistían puntualmente a beber cerveza fría, apostar en las mesas de naipes, y a veces, participar en peleas clandestinas donde los puños hablaban más que las palabras.

Juana, la dueña, era una mujer de armas tomar. Alta, robusta, de cabello rojo intenso y mirada de fuego. Sabía mantener el orden con una palabra o una escopeta. Para muchos, el bar era un refugio, un escape, o una perdición. Pero nadie negaba que allí se vivía intensamente, aunque fuera por unas pocas horas.

La Esperanza, por su parte, quedaba retirada del pueblo, al otro lado del río seco y de un camino rodeado de sauces viejos. La casa principal era tan grande como elegante, una reliquia de otros tiempos, con balcones de madera tallada, ventanas altas y pisos de mármol claro. En los jardines florecían bugambilias y jazmines, y más allá se extendía un bosque inmenso que abrazaba la propiedad como un guardián silente.

La entrada, de ladrillos bien colocados, conducía a un portón negro de hierro forjado que se abría lentamente cada mañana con el crujir del peso y la historia. Allí comenzaba el mundo de Alondra.

Mientras terminaba de dirigir el ganado al establo, una suave brisa le alborotó los cabellos. Cerró los ojos por un instante, dejando que el viento acariciara su rostro sudado. Pensó en su hermano Santiago, en su padre que apenas salía de su habitación, en los peones que la seguían con respeto. Pero no pensó en el amor. Para Alondra, el amor era una distracción. Ya había tenido una decepción, años atrás, y decidió que su corazón no sería tierra de nadie.

Pero esa tarde, en el horizonte polvoriento, algo se movía.

Una figura a caballo se acercaba desde el camino del este. Alondra entrecerró los ojos y frunció el ceño. No esperaba visitas. Su instinto, siempre alerta, se agitó como el ala de un pájaro. Algo en la silueta de ese jinete tenía un aire familiar... y peligroso.

Pero esa tarde, mientras el sol comenzaba a ocultarse tras las lomas, el silencio se rompió con un sonido desconocido en aquellas tierras: el rugido suave pero firme de un motor.

No era una carreta. No era una motocicleta. Era otra cosa. Algo que jamás había cruzado el camino polvoriento del pueblo.

Algunos niños corrieron a ver, dejando sus cometas abandonadas en el suelo. Desde la esquina de la carnicería, don Mateo se limpió las manos en su delantal, frunciendo el ceño. Las mujeres asomaron sus rostros por entre las cortinas, y Juana, desde el umbral de su bar, alzó una ceja y murmuró para sí:

—Ese no es un hombre cualquiera...

El auto era largo, brillante, de pintura negra como la obsidiana. Sus líneas elegantes contrastaban violentamente con las calles de tierra y los burros amarrados frente a las tiendas. Las llantas estaban limpias como si flotaran, y los vidrios tan oscuros como el misterio que traía dentro.

Un auto así solo podía significar una cosa: ciudad. Poder. Riqueza.

Y peligro.

Los murmullos se esparcieron como fuego entre la gente. Algunos aseguraban que venía un empresario a invertir en los cultivos. Otros susurraban que era un político. Incluso se dijo que era un viejo amor que regresaba por lo suyo… y entre esas cosas, estaba La Esperanza.

Decían que era joven, elegante, de unos treinta años. Que hablaba con un acento educado y pausado, como el de los hombres que estudian en universidades extranjeras. Que usaba trajes finos, camisas de lino importado, relojes costosos y zapatos perfectamente lustrados. Un hombre cuya sola presencia bastaba para perturbar el equilibrio de cualquier lugar… y el corazón de cualquier mujer.

Aún no había bajado del auto. Aún no se había presentado. Pero su sombra ya caminaba por Pueblo Chico.

Esa noche, mientras Alondra se sentaba en la galería de La Esperanza, observando las últimas luces del día, un escalofrío le recorrió la espalda. No sabía por qué, pero sintió que algo estaba a punto de cambiar. Algo grande, algo que venía del pasado… o del destino.

Y muy pronto, la tierra que ella había domado con tanto esfuerzo se estremecería nuevamente.

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