Prólogo Alondra era una joven mujer de tierra firme, valiente y trabajadora. Desde muy joven aprendió que la vida en el campo no perdona la debilidad. Cuando su hermano enfermó y su padre ya no pudo más con el peso de la hacienda, ella tomó las riendas sin titubear. Con las manos curtidas y el corazón endurecido por las pérdidas, enfrentó peligros, sequías, traiciones… y el silencio de una tierra que solo responde a quienes la aman de verdad. La hacienda “La Esperanza” fue su refugio y su guerra. No creía en promesas ni en palabras bonitas. La vida le había enseñado a desconfiar. Hasta que un día llegó Carlos, un elegante ingeniero venido de la gran ciudad, con papeles en la mano y una reclamación inesperada: la mitad de todo aquello que Alondra había protegido con su alma. Pero el verdadero desafío no fue el litigio ni la tierra dividida. Lo fue él. Carlos también vino a reclamar su corazón, y con su mirada firme y su pasado oculto, hizo tambalear la fortaleza que Alondra había construido a su alrededor. Entre el rencor por el nuevo dueño y las heridas de un pasado que no terminaba de cerrar, Alondra se vio de pronto atrapada en una batalla inesperada. No solo debía luchar por su hogar… sino por no perderse a sí misma en los ojos de un hombre que, sin quererlo, empezó a desarmarla. ---
Leer másEl sol caía como un látigo sobre la tierra agrietada. El polvo se elevaba bajo las pezuñas del ganado, que avanzaba lentamente por la llanura. Alondra, montada sobre su yegua mora, entrecerró los ojos para protegerse del resplandor. El calor era implacable, pero ella estaba acostumbrada. El trabajo del campo no perdonaba debilidades.
Suspiró al contemplar la vastedad de aquellas tierras que cinco años atrás eran apenas monte seco y abandono. Ahora, el verde reverdecía como un milagro bajo su cuidado. Alondra no solo había salvado la hacienda: la había transformado. La Esperanza. Así se llamaba la propiedad que le había sido confiada cuando su padre cayó enfermo y su hermano tuvo que marcharse al extranjero a buscar tratamiento. Con apenas veinte años, ella tomó las riendas. Lo hizo sin pedir permiso, sin llorar, sin mirar atrás. Los primeros años fueron duros. Dormía poco, comía cuando podía y aprendió a manejar desde las cuentas hasta la arriería. Muchos pensaron que se rendiría. Pero no conocían a Alondra. A sus veintiséis años, ya era una mujer fuerte, de carácter imponente, pero también con una belleza serena que no se doblegaba. Tenía ojos negros como noche sin luna y una voz firme, la misma que hacía callar a los capataces oponiéndose a su autoridad. Todos en Pueblo Chico la respetaban, y hasta los que la criticaban en secreto, no podían negar que había levantado un imperio de barro y sudor. Pueblo Chico era, como su nombre lo anunciaba, un lugar diminuto donde todos se conocían, y cualquier secreto apenas duraba lo que un suspiro. Sus calles de tierra, las casas bajas con techos de zinc y patios de gallinas, eran testigos de una vida sencilla y a veces dura. Los hombres se dedicaban al cultivo y la ganadería. Las mujeres, en su mayoría, eran amas de casa que tejían, bordaban y asistían religiosamente a misa los domingos, vestidas con sus mejores galas. Todas, menos las del bar de Juana. El bar quedaba al final de la calle principal, con faroles de luz cálida y cortinas de terciopelo rojo que colgaban pesadamente de las ventanas. Desde la acera se escuchaban risas, copas tintinear y, a veces, los acordes de un viejo acordeón desafinado. Las mujeres de Juana, como les decían, bailaban los domingos por la noche. Llevaban vestidos cortos, ceñidos, con escotes generosos y labios pintados de rojo. Eran jóvenes, algunas con historias tristes, otras con secretos aún más oscuros. Pero todas compartían el mismo destino: ser señaladas como las malas por el resto del pueblo. Sin embargo, el bar de Juana era uno de los lugares más concurridos del pueblo. Hombres de todos los rincones —campesinos, comerciantes, incluso forasteros y bandidos— asistían puntualmente a beber cerveza fría, apostar en las mesas de naipes, y a veces, participar en peleas clandestinas donde los puños hablaban más que las palabras. Juana, la dueña, era una mujer de armas tomar. Alta, robusta, de cabello rojo intenso y mirada de fuego. Sabía mantener el orden con una palabra o una escopeta. Para muchos, el bar era un refugio, un escape, o una perdición. Pero nadie negaba que allí se vivía intensamente, aunque fuera por unas pocas horas. La Esperanza, por su parte, quedaba retirada del pueblo, al otro lado del río seco y de un camino rodeado de sauces viejos. La casa principal era tan grande como elegante, una reliquia de otros tiempos, con balcones de madera tallada, ventanas altas y pisos de mármol claro. En los jardines florecían bugambilias y jazmines, y más allá se extendía un bosque inmenso que abrazaba la propiedad como un guardián silente. La entrada, de ladrillos bien colocados, conducía a un portón negro de hierro forjado que se abría lentamente cada mañana con el crujir del peso y la historia. Allí comenzaba el mundo de Alondra. Mientras terminaba de dirigir el ganado al establo, una suave brisa le alborotó los cabellos. Cerró los ojos por un instante, dejando que el viento acariciara su rostro sudado. Pensó en su hermano Santiago, en su padre que apenas salía de su habitación, en los peones que la seguían con respeto. Pero no pensó en el amor. Para Alondra, el amor era una distracción. Ya había tenido una decepción, años atrás, y decidió que su corazón no sería tierra de nadie. Pero esa tarde, en el horizonte polvoriento, algo se movía. Una figura a caballo se acercaba desde el camino del este. Alondra entrecerró los ojos y frunció el ceño. No esperaba visitas. Su instinto, siempre alerta, se agitó como el ala de un pájaro. Algo en la silueta de ese jinete tenía un aire familiar... y peligroso. Pero esa tarde, mientras el sol comenzaba a ocultarse tras las lomas, el silencio se rompió con un sonido desconocido en aquellas tierras: el rugido suave pero firme de un motor. No era una carreta. No era una motocicleta. Era otra cosa. Algo que jamás había cruzado el camino polvoriento del pueblo. Algunos niños corrieron a ver, dejando sus cometas abandonadas en el suelo. Desde la esquina de la carnicería, don Mateo se limpió las manos en su delantal, frunciendo el ceño. Las mujeres asomaron sus rostros por entre las cortinas, y Juana, desde el umbral de su bar, alzó una ceja y murmuró para sí: —Ese no es un hombre cualquiera... El auto era largo, brillante, de pintura negra como la obsidiana. Sus líneas elegantes contrastaban violentamente con las calles de tierra y los burros amarrados frente a las tiendas. Las llantas estaban limpias como si flotaran, y los vidrios tan oscuros como el misterio que traía dentro. Un auto así solo podía significar una cosa: ciudad. Poder. Riqueza. Y peligro. Los murmullos se esparcieron como fuego entre la gente. Algunos aseguraban que venía un empresario a invertir en los cultivos. Otros susurraban que era un político. Incluso se dijo que era un viejo amor que regresaba por lo suyo… y entre esas cosas, estaba La Esperanza. Decían que era joven, elegante, de unos treinta años. Que hablaba con un acento educado y pausado, como el de los hombres que estudian en universidades extranjeras. Que usaba trajes finos, camisas de lino importado, relojes costosos y zapatos perfectamente lustrados. Un hombre cuya sola presencia bastaba para perturbar el equilibrio de cualquier lugar… y el corazón de cualquier mujer. Aún no había bajado del auto. Aún no se había presentado. Pero su sombra ya caminaba por Pueblo Chico. Esa noche, mientras Alondra se sentaba en la galería de La Esperanza, observando las últimas luces del día, un escalofrío le recorrió la espalda. No sabía por qué, pero sintió que algo estaba a punto de cambiar. Algo grande, algo que venía del pasado… o del destino. Y muy pronto, la tierra que ella había domado con tanto esfuerzo se estremecería nuevamente.Después de lo ocurrido, Alondra regresó a La Esperanza, pero aquel día su mente estaba exhausta. Cada pensamiento sobre Camilo le provocaba un cansancio que nada podía aliviar. —No puedo creer que Camilo te haya hecho esto, hija… —dijo Emiliano, con el rostro tenso y la voz quebrada. Alondra se sirvió un trago de whisky, lo bebió de un solo sorbo y asintió sin decir nada. Luego, agarró la botella y subió hacia su habitación. Se quitó la ropa y la dejó caer al suelo. Aún podía sentir los dedos de Camilo rozando su rostro, y un escalofrío recorrió todo su cuerpo. —Maldito… —susurró con desprecio—. Cómo pude pensar que eras alguien… y hasta pedirte perdón, cobarde. Alguien tocó la puerta, pero ella respondió sin mirar: —Quiero estar sola. De verdad. Carlos, que había estado cerca, se retiró hasta la sala, donde vio a Paloma con sus maletas. Sus ojos estaban rojos, llenos de lágrimas. Sin pensarlo, la abrazó con fuerza. —Me engañó… —balbuceó ella entre sollozos—. Yo pensé que era
Capítulo 59Alondra trataba de mantener la calma, aunque por dentro el corazón le golpeaba el pecho como si quisiera romperle las costillas. Tenía la respiración entrecortada, el aire le faltaba, pero en su mente buscaba con desesperación una manera de escapar.El hombre, de rostro cubierto y vestido completamente de negro, jugaba con el arma en sus manos: una pistola que brillaba bajo la luz tenue de la habitación. Con una frialdad escalofriante, rozaba el cañón contra su rostro, bajando lentamente hasta el pecho de ella, como si disfrutara de su miedo.Los minutos se hicieron eternos. El silencio pesaba como una condena. Alondra cerró los ojos y, con voz firme, quebrada por la rabia, se atrevió a hablar:—¿Qué es lo que quieres? Termina con esto de una vez…El hombre no respondió. Solo la miraba, inmóvil, detrás de aquella máscara de sombras. Su silencio era más cruel que cualquier amenaza.—¿Quién eres? —lo desafió ella, con un hilo de voz cargado de furia—. ¡Cobarde! Haz lo que te
La mañana transcurría con el ajetreo propio de la hacienda. En la cocina, Manuela servía el almuerzo cuando, de repente, un plato resbaló de sus manos y se estrelló contra el suelo. Los vidrios se esparcieron por todo el lugar con un sonido seco que hizo callar a todos por un instante.—Mala suerte… —murmuró Marisol, la joven criada que la ayudaba.Manuela se giró rápidamente, frunciendo el ceño.—No digas esas cosas, muchacha. Dios nos guarde de lo malo.Marisol asintió en silencio y, con una escoba, comenzó a limpiar los vidrios, aunque en el ambiente quedó flotando una extraña sensación, como si aquel accidente fuera un mal presagio.Mientras tanto, en su habitación, Alondra se preparaba para salir. Abrió el armario y escogió un atuendo sencillo pero fuerte: una camisa de cuadros azul, un pantalón negro ceñido y sus botas de montar. Se colocó el sombrero y, al mirarse en el espejo, una inquietud se apoderó de ella. Algo en su interior le decía que el día no sería como los demás.—¿
Alondra regresó a La Esperanza después de aquellos dos meses de ausencia. Apenas cruzó el portón, notó que algo especial la aguardaba. En el jardín trasero, bajo las guirnaldas de flores y luces de papel, todo estaba decorado con esmero: mesas largas cubiertas de manteles blancos, jarrones rebosantes de rosas y girasoles, y un arco adornado con cintas que daba la bienvenida.Fue Lía, su amiga y hermana del alma, quien había organizado la sorpresa. Con la ayuda de Paloma y varios peones, habían preparado una fiesta en honor a su regreso. La música de guitarras se mezclaba con el murmullo alegre de los invitados, y el aire olía a comida recién hecha y al perfume de las flores de la hacienda.Cuando Alondra apareció, todos la recibieron con un aplauso y vítores. Ella, emocionada, se acercó cargada de bolsas y cofrecitos. Había traído regalos para todos: pañuelos bordados para las mujeres, dulces de la ciudad para los niños, pequeños detalles para los hombres, y hasta juguetes para los hi
Don Emiliano, más tranquilo después de saber que Alondra estaba bien en la ciudad, caminó con paso sereno hasta la cocina de la hacienda. El lugar estaba silencioso, apenas roto por el murmullo del viento que entraba por las ventanas. Se sentó en una de las sillas del comedor, cosa extraña en él, pues no era costumbre verle reposar en ese sitio.Manuela, que estaba ordenando algunos utensilios, se sorprendió al verlo.—¿Don Emiliano…? —preguntó, con cierta timidez.—Siéntate, Manuela —dijo él con voz grave.Ella obedeció, algo nerviosa. Emiliano sacó de su bolsillo un sobre amarillento y lo colocó con firmeza sobre la mesa. Sus ojos estaban serios, cargados de un peso que parecía haber llevado en silencio por demasiado tiempo.—¿Sabes qué contiene este sobre, Manuela? —preguntó con calma.Ella negó con la cabeza, insegura.—Este sobre contiene la prueba de que Alondra… es mi hija.Las palabras cayeron como una losa. Manuela se levantó de golpe, con el rostro desencajado.—¡Dios mío…!
Unos días después de la operación, la calma volvió poco a poco. Don Emiliano y los demás habían regresado a Pueblo Chico con la noticia de que Alondra estaba fuera de peligro. Solo Carlos se quedó a su lado, velando cada respiro y cada movimiento, como si temiera perderla de nuevo. El médico entró a la habitación con su bata blanca y una sonrisa satisfecha. —Bueno, señorita —dijo, revisando el expediente—, todo está en orden. Solo debes descansar unos días más y regresar para la última revisión. —Sacó un papel y se lo extendió—. Aquí tienes el alta médica y la próxima cita. Alondra tomó el documento y se puso de pie despacio, todavía un poco débil. Carlos, que la esperaba en la puerta, la recibió con un ramo de rosas amarillas. —Para ti, mi vida —susurró él, acercándole las flores. Alondra lo miró sorprendida, con una sonrisa tímida que le iluminó el rostro. —Ay, Carlos… ¿y esas rosas? —preguntó. —Son como tú, fuertes y llenas de luz. —Le acarició la mejilla con ternura—.
Último capítulo