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Capitulo 2 la promesa

Carlos Gutiérrez, movido más por la desesperación de ver a su padre agonizando que por convicción propia, le hizo una promesa en su lecho de muerte: viajaría a un lugar que jamás había escuchado nombrar… Pueblo Chico.

Andrés, su padre, le insistió con voz temblorosa y ojos suplicantes, entregándole unos documentos que hablaban de una propiedad llamada La Esperanza.

Después de la caída estrepitosa de las empresas Gutiérrez y la ruina familiar, esas tierras, que hasta entonces eran apenas un nombre en un papel, se convirtieron en la única esperanza real de reconstruir su vida.

Cuando Carlos llegó a Pueblo Chico, las miradas curiosas lo siguieron desde que bajó del auto. Vestido con ropa de ciudad, sus zapatos relucientes contrastaban con el polvo del camino. Se detuvo en el pequeño parque del pueblo y, con algo de desorientación, caminó hacia la iglesia del frente. Allí preguntó por el padre Miguel.

Un anciano de sonrisa amable salió al encuentro, saludándolo con cortesía.

—¿Me podría indicar dónde queda “La Esperanza”? —preguntó Carlos.

El sacerdote lo miró de pies a cabeza con cierta desconfianza. Durante unos segundos, lo estudió en silencio.

—¿Tú eres hijo de Andrés Gutiérrez? —preguntó con voz grave.

—Sí, señor. Él me envió… antes de...

—Pasa a mi casa, hijo. Está justo detrás de la iglesia —dijo el padre Miguel.

Carlos lo siguió, algo confundido. Sentados con un café tibio en mano, el padre le habló con tono serio.

—Es muy peligroso que vayas a “La Esperanza” solo. Esas carreteras son solitarias… y no siempre seguras. Si realmente eres hijo de Andrés, es mi deber cuidar de ti.

Salieron juntos hasta el parque nuevamente. El padre Miguel lo miró y soltó una pequeña risa.

—Hoy es tu día de suerte —dijo—. Estaba dispuesto a acompañarte, pero mis años no me lo permiten… aunque no irás solo.

Justo en ese instante, una mujer se acercaba saliendo de una tienda de insumos para el ganado. Vestía pantalón de trabajo, una camisa arremangada, el cabello recogido y una mirada que no pedía permiso. Saludó con cortesía al padre.

—Te tengo un encargo —le dijo él.

—Dígame, padre. Si puedo, lo haré —respondió ella con voz firme.

—Este joven necesita llegar a “La Esperanza”.

Alondra se detuvo. Miró a Carlos de arriba abajo y, con tono burlón, dijo:

—No, padre. Este encargo está muy fino y valioso… ¿y si se me rompe?

—Alondra… —exclamó el sacerdote con advertencia—. Este joven necesita llegar con tu padre, Emiliano. Cuídalo.

Ella alzó la mirada, irónica.

—Está bien. Cuidaré al nene capitaleño.

Carlos se sintió incómodo. La presencia de esa mujer, tan ruda y segura, lo descolocaba. No sabía si estaba en una película del viejo oeste o en una pesadilla. Observó el lugar y murmuró para sí:

“¿A dónde demonios me ha mandado mi padre?”

—¿Subes? —preguntó Alondra.

—Tengo mi auto, iré tras usted —respondió Carlos, intentando conservar su dignidad.

—No —interrumpió el padre—. Tendrás que dejar tu auto aquí. Suelta tus cosas. ¿Andrés no te dijo nada de Pueblo Chico?

Carlos resopló molesto, sacó su equipaje y con evidente disgusto subió a la vieja camioneta marrón.

La carretera era de tierra, rodeada de árboles, un ambiente natural impresionante a pesar del calor agobiante. Alondra encendió la radio y comenzó a sonar una vieja canción country. Carlos la miró.

—¿No te gusta? —preguntó ella sin mirarlo.

Él simplemente desvió la vista al paisaje.

Unos kilómetros después, la camioneta comenzó a dar problemas. Alondra bajó con expresión seria.

—Quédate ahí. No te bajes —le ordenó.

—¿Y ahora qué hacemos?

Ella intentó arreglarla. Al no lograrlo, murmuró unas cuantas groserías y, resignada, sacó una caja de cigarros.

Encendió uno y exhaló el humo con rabia.

—Carajo... y yo que pensé que hoy sería un buen día.

Carlos permanecía en silencio, confundido, perdido.

Pero un sonido lo sacó de sus pensamientos: galopes de caballo. Se irguió.

—¡Ah, claro! —exclamó Alondra con sarcasmo—. Mi día de suerte. Deben ser los bandidos de Sarabanda...

—¿Bandidos? —dijo Carlos, incrédulo—. Esto ya parece una película de los años cincuenta.

—Y en esas películas, el protagonista siempre muere —añadió ella con una sonrisa ladeada—. Así que tú, nene capitaleño, eres el que va directo al hoyo.

Carlos miró al cielo como pidiendo explicaciones.

Dos hombres a caballo se acercaron. Vestían mal, con sombreros viejos y rostros curtidos. Uno, con una dentadura amarilla, habló en tono burlón:

—Mira quién está aquí... la marimacho de La Esperanza.

—Caballeros… —respondió Alondra con una sonrisa sarcástica.

—¿Y ese capitaleño? —preguntó el otro—. ¿Lo trajo don Emiliano para que sea tu marido?

Carlos abrió los ojos, escandalizado. Pero Alondra soltó una carcajada y respondió:

—Eres un estúpido. El último que se burló de mí… ya no puede reírse jamás.

Los dos hombres guardaron silencio.

—Necesito un caballo —dijo Alondra con firmeza—. Tengo que llegar a “La Esperanza” antes del anochecer. Este lindo es un encargo del padre Miguel.

—Podemos venderte uno… pero me gusta el reloj del muchachito —dijo uno de los bandidos.

Carlos miró su reloj, caro y elegante. Alondra lo miró, seria.

—Dáselo —ordenó.

Carlos obedeció, incómodo. Uno de los hombres le pasó un caballo y se marcharon tras recibir el reloj.

Alondra ayudó a Carlos con el equipaje.

—Agárrate bien, nene capitaleño. Por suerte, solo querían tu reloj… y no algo más.

Carlos apenas se sostenía sobre la montura. El trayecto le había parecido eterno. No estaba acostumbrado al sol del llano ni a los caminos pedregosos. Alondra, firme al frente, no había emitido una sola queja, y su caballo parecía entender cada intención de su jinete con solo un leve tirón de las riendas.

—Vamos, capitaleño, que ya casi llegamos —le dijo ella sin voltear, con una sonrisa apenas dibujada en el rostro.

Carlos no respondió. El sudor le corría por la espalda, y su equipaje, atado con prisa al animal, rebotaba con cada trote. En un momento, harto, detuvo su caballo de golpe y bajó.

—¡Ya basta! No doy un paso más con esta tortura —refunfuñó, soltando la soga del equipaje, que cayó pesadamente al suelo.

Alondra detuvo su caballo unos metros más adelante y giró hacia él, entre divertida y fastidiada.

—¿Qué pasa? ¿Te duele el alma de andar?

—Esto no es caminar… ¡Esto es castigo!

Ella desmontó con agilidad y caminó hacia él, con las manos en la cintura.

—No tienes remedio… ¿Cómo alguien tan flaco carga tanto drama?

—Esto pesa más que un castigo de Dios —dijo él, pateando levemente la maleta.

—Pues suerte que no te tocó venir en burro —respondió ella, levantando el equipaje con una facilidad que lo dejó atónito.

Caminaron el último tramo juntos, Carlos quejándose en voz baja, y Alondra lanzándole de vez en cuando una mirada cargada de burla.

Cuando por fin llegaron frente al gran portón negro de La Esperanza, Carlos sintió que podía derrumbarse. La casona, de estilo antiguo pero impecable, se alzaba majestuosa bajo el sol. Las enredaderas colgaban del balcón y una fuente entonaba su propio murmullo en el centro del patio.

Alondra abrió el portón con familiaridad y gritó hacia dentro:

—¡Papá! ¡Aquí traigo al bueno para nada que nos mandó el padre Miguel!

Desde el interior, un hombre alto, aunque encorvado por la enfermedad, apareció. Era Don Emiliano, aún imponente en su delgadez, con el cabello blanco recogido atrás. Observó a Carlos con ojos filosos.

Carlos, haciendo un esfuerzo por no desmayarse, se acercó y con voz tensa le dijo:

—Buenas… Me envía el padre Miguel. Aquí está la carta.

Don Emiliano no respondió de inmediato. Tomó el papel con lentitud y clavó la mirada en él, como si quisiera leer más allá de la tinta.

—Veremos si el padre no ha perdido el juicio —dijo al fin.

Carlos sintió que el polvo del camino le pesaba más que nunca. Pero ahí estaba, ante el umbral de su desafío.

El caballo tropezó levemente al cruzar el riachuelo, salpicando agua sobre el pantalón limpio de Carlos. El joven apretó los dientes y resopló con fastidio.

—¡Esto es una tortura medieval! —exclamó, sacudiendo inútilmente su ropa mojada.

Alondra se giró apenas sobre la silla, sin detener el paso del animal.

—¿Tortura? Te estoy haciendo un favor llevándote en mi caballo. Si por mí fuera, ya estarías caminando desde el portón de la quebrada —le dijo con una sonrisa burlona.

—¿Caminando? ¡Esto ni siquiera es un camino! ¡Esto es una selva disfrazada de campo!

Alondra soltó una risita breve. Detuvo el caballo de golpe.

—Bueno, si tanto te quejas… bájate.

—¿Qué?

—Que te bajes —repitió, soltando las riendas—. No me gusta cargar peso muerto.

Carlos no tuvo tiempo de responder. Ella ya había desmontado de un salto ágil, con la falda recogida entre los muslos para no mancharse. Carlos intentó bajarse con la misma gracia, pero terminó en el suelo con las piernas enredadas.

—¡Ay! ¡Mi tobillo! —se quejó dramáticamente.

—Drama, señor capitaleño. Se nota que nunca ha pisado tierra con espinas —replicó ella, recogiendo la pequeña maleta que él había llevado todo el camino.

Carlos se incorporó con torpeza, sacudiéndose el polvo de la camisa.

—Esto pesa más que yo. ¿Qué llevas aquí, piedras?

—Tu dignidad, seguramente.

Siguieron caminando bajo el sol de la tarde. El paisaje se abría en colinas verdes, árboles frondosos y una brisa que aliviaba apenas el cansancio. Alondra parecía no sentirlo. Caminaba firme, segura, como si los caminos fueran una extensión de su cuerpo. Carlos, en cambio, transpiraba como si estuviera subiendo el Everest.

—¿Falta mucho para esa tal Esperanza?

—Un poco —respondió ella sin mirarlo—. Aunque viendo cómo vas, tal vez no llegues vivo.

—¿Y qué clase de nombre es La Esperanza, por cierto?

—Uno que a ti te hace falta —respondió, mirándolo ahora de frente—. Porque aquí, Carlos Gutiérrez, nadie te va a regalar nada. Y si vienes creyendo que por tener zapatos caros y apellido largo, alguien se va a inclinar... vas mal.

Carlos bajó la cabeza. No estaba acostumbrado a que lo hablaran así. En la capital, una mujer como ella no le alzaría la voz sin que se lo pensara dos veces. Pero Alondra... era otra cosa. Había algo en sus ojos que no se podía enfrentar con discursos de universidad.

Tras una hora de caminata —interrumpida por quejas, bromas sarcásticas y más de una piedra en el zapato— por fin el portón negro apareció entre los árboles.

Carlos se detuvo.

La casa era inmensa. Hermosa. De tejas rojas, jardines bien cuidados, columnas blancas y un aire solemne. Aún desde la entrada se sentía el peso del apellido que allí residía. La Esperanza era más que una casa. Era un legado.

—Ya llegamos —dijo Alondra, abriendo el portón con seguridad.

Carlos respiró hondo. Tenía tierra hasta en las pestañas. Su camisa estaba sucia. El pelo, desordenado. El cansancio lo había vencido hacía rato.

Alondra lo miró de reojo y dijo, en tono burlón:

—Trata de no desmayarte frente a mi padre.

—¿Tu padre? ¿Don Emiliano?

—¿Quién más?

Carlos tragó saliva.

—Pensé que... no sabías quién era yo.

Ella sonrió, misteriosa.

—No dije que no lo sabía. Solo que me gustaba verte sufrir un poco.

Entraron al patio principal. Una criada salió a recibirlos y Alondra alzó la voz:

—¡Padre! Aquí está el bueno para nada que mandó el padre Miguel.

Don Emiliano apareció desde la galería. Apoyado en un bastón, pero con porte elegante, los ojos de un halcón viejo que aún no ha perdido fuerza.

Carlos intentó componer su postura y alzar la barbilla.

—Don Emiliano. Es un honor...

—¿Tú eres el de la carta?

Carlos le entregó el sobre manchado de sudor. El viejo lo abrió sin apuro, leyó en silencio. Luego alzó la vista, evaluando cada centímetro del joven.

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