La noche cayó sobre La Esperanza con un cielo gris y pesado. No corría ni una brisa; el aire parecía suspendido, como si también estuviera esperando algo. Desde el momento en que Alondra entró a su habitación, Don Emiliano no volvió a salir. Cerró la puerta con un golpe seco y no se escuchó más de él.

En la terraza, Carlos Gutiérrez se removía inquieto en la silla, mirando de vez en cuando hacia el pasillo como si aguardara noticias. No tardó en llegar Lía, con el rostro serio y los ojos marcados por la preocupación.

Se sentó a su lado sin decir palabra. Manuela salió con paso silencioso, llevando una bandeja de té humeante.

—¿Quieren un poco? —preguntó con voz suave.

Ambos aceptaron, aunque ninguno parecía tener verdadero ánimo de beber. El silencio que siguió fue incómodo, de esos que pesan como una piedra sobre el pecho.

De pronto, la puerta principal se abrió y vieron a Alondra salir. Llevaba una maleta en la mano, y su expresión era dura, decidida. La luz de la galería iluminó su