Don Emiliano, más tranquilo después de saber que Alondra estaba bien en la ciudad, caminó con paso sereno hasta la cocina de la hacienda. El lugar estaba silencioso, apenas roto por el murmullo del viento que entraba por las ventanas. Se sentó en una de las sillas del comedor, cosa extraña en él, pues no era costumbre verle reposar en ese sitio.
Manuela, que estaba ordenando algunos utensilios, se sorprendió al verlo.
—¿Don Emiliano…? —preguntó, con cierta timidez.
—Siéntate, Manuela —dijo él con voz grave.
Ella obedeció, algo nerviosa. Emiliano sacó de su bolsillo un sobre amarillento y lo colocó con firmeza sobre la mesa. Sus ojos estaban serios, cargados de un peso que parecía haber llevado en silencio por demasiado tiempo.
—¿Sabes qué contiene este sobre, Manuela? —preguntó con calma.
Ella negó con la cabeza, insegura.
—Este sobre contiene la prueba de que Alondra… es mi hija.
Las palabras cayeron como una losa. Manuela se levantó de golpe, con el rostro desencajado.
—¡Dios mío…!